martes, 20 de febrero de 2018

Maldita impaciencia


Creo que la espera también tiene mucho que ver con la paciencia. En un mundo de vértigo, más aún.

¿Por qué no me llaman YA? ¿Por qué no me escriben AHORA mismo? ¿Por qué pasan días, o acaso semanas, sin que llegue la respuesta a mis anhelos, cuando la urgencia me muerde? 
Me siento, en ocasiones, como un animal enjaulado, nervioso, inquieto, desesperado. Y lo peor es que la jaula tiene algo de irreal, de imposible, de tramposo.
Este mundo en directo nuestro tiene muchas ventajas. La facilidad para estar en contacto constante, a tiempo real, con todo el mundo, da calidad a nuestra vida y multiplica las posibilidades.
Acorta las distancias y evita los adioses. Cuesta dejar que se serenen los días. Pero es un aprendizaje muy necesario en este mundo de vértigo e inminencia. Permite estar siempre en contacto.
¿Cómo era el mundo sin internet, sin móvil, sin correo electrónico? ¿Cuánto tardaba en llegar una carta? ¿Cómo era tener que localizar a alguien sin presuponer que siempre estamos disponibles? Cuesta acordarse ¡Qué rápido hemos entrado en estas dinámicas de lo inmediato!

Pero la inmediatez puede ser una promesa envenenada. Te acostumbras a tenerlo todo al momento.
Y pierdes la costumbre de esperar, o de disfrutar de la memoria de los momentos buenos, porque demasiado pronto vuelves a pensar: «Quiero más». «Lo quiero ya». «Lo quiero ahora…».
El mismo grito urgente que te impide aceptar con gusto la espera, cuando lo bueno se retrasa. Y el primer agobiado es uno mismo, incapaz de saborear la vida, engulléndola con un ansia que nunca se sacia.

Dice San Pablo que «el amor es paciente…» ¡Ojalá! Uno se siente a menudo impaciente, preso de las prisas, temeroso de los silencios, queriendo marcar los ritmos. Y la incapacidad para atesorar lo vivido es en parte inseguridad, en parte miedo y en parte falta de fe. Pero, en cualquier caso, duele, aprisiona y nos aboca a la tristeza.
Creo que uno de los principales caminos hacia la libertad es ir cultivando esa capacidad para gustar despacio las cosas, para agradecer lo vivido o saber esperar lo que está por venir.

Cuesta dejar que se serenen los días. Pero es un aprendizaje muy necesario en este mundo de vértigo e inminencia. Así que, si agobia la urgencia, toca cerrar los ojos, respirar hondo, reírse un poco de la propia fragilidad y desprenderse de las cadenas con algo de estilo, buenas dosis de humor y una pizca de fe.

José María Rodriguez Olaizola, SJ

Ciao.

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