¿Quieres juzgarme? Está bien… Pero antes, hazme un favor: Ponte mis zapatos.
No hablo de esos que están en la entrada ni de los que uso para ir a trabajar. Hablo de los zapatos que han caminado noches sin dormir, días sin consuelo y años tragándose el dolor para que nadie más lo sintiera. Los que conocen el peso de cargar un hogar con manos temblorosas; los que guardan la memoria del día en que el alma se rompió y aun así tuve que seguir sonriendo frente a la gente.
Ponte los que se desgastaron con sacrificios guardados en silencio, con “me aguanto” y con “no pasa nada” repetido hasta que dejó de sonar a mentira y empezó a ser rutina. Camina con ellos y sabrás lo que es levantarse cuando todo dentro pide quedarse; entenderás por qué a veces mi carácter suena fuerte: No es dureza gratuita, es supervivencia. Verás que mi tristeza no es un capricho ni mi silencio una pose, sino la manera que encontré para seguir armando los pedazos sin que se me cayeran encima los demás.
Puedes opinar desde la comodidad, claro. Puedes acusarme de exagerada, de cerrada, de rara. Pero opinar desde la comodidad es fácil. Juzgar desde la suela de unos zapatos que nunca te pusiste es injusto. Si de verdad quieres entender, no me preguntes por qué estoy así: camina mi trayecto. Siente el cansancio que yo siento, la costumbre de fingir fortaleza, las noches en las que el llanto se vuelve un peatón silencioso.
Te presto mis zapatos. Camina mi camino. Y si al final tus pies arden igual que los míos, quizá entonces dejemos de juzgar y empecemos a acompañar.
Ciao.
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