En una ciudad residía un hombre que sólo vivía para trabajar: Leía la prensa mientras desayunaba y no regresaba a casa hasta la noche.
Trabajaba mucho porque deseaba dar a su familia lo mejor. Su mujer y sus hijos tal vez no deseaban tener tanto sino poder estar más tiempo con nuestro hombre apresurado. Pero el no se daba cuenta e incluso llevaba trabajo a casa para los fines de semana...
Un día bajó el ángel de Dios mientras dormía, se acercó a su cama, posó suavemente el dedo índice sobre los cerrados ojos de nuestro hombre y regresó al Cielo.
Al levantarse a la mañana siguiente notó que algo raro sucedía en sus ojos: Todo estaba muy oscuro. No veía nada; densas penumbras nublaban su mirada.
- «¡Qué ocurrencia - pensaba-, sucederme esto a mí! ¡Con todo lo que tengo que hacer!»
Inútilmente lavó sus ojos con agua tibia, derramó colirios y consultó a los médicos. Finalmente hubo un diagnóstico definitivo: Ceguera absoluta e irreversible.
El hombre apresurado rompió a llorar envuelto en su silencio. ¡Qué sería de su familia! ¡No podría proporcionarles todas las comodidades que necesitaban! Y lloró durante días desconsoladamente.
Finalmente aceptó vivir en su ceguera y procuró realizar su misión de padre con tranquilidad y trabajar en lo que le permitía su limitación. Descubrió la oración tranquila a Dios, el mundo de los sonidos, el cariño y la compañía de su familia que tenía bien situada pero olvidada.
Vivían modestamente porque había menos ingresos pero eran felices.
Años después el ángel bajó otra vez una noche y posó el dedo índice sobre el corazón del hombre que ya no tenía prisa, y regresó sonriente al Cielo. Cuando sonó esta vez el despertador, nuestro hombre se levantó pausadamente, dio gracias a Dios por el nuevo día y ¡qué sorpresa! ¡veía!
Cuentan que después de recuperar la vista, el hombre antes apresurado continuó siendo como era mientras estaba ciego:
Se levantaba sereno cada mañana y, tras agradecer el nuevo día, abría la ventana de su habitación para contemplar con la luz del corazón y de los ojos aquellas maravillas que antes le pasaban desapercibidas por la prisa que le invadía. Desayunaba tranquilo con los suyos y trabajaba lo necesario y suficiente con paz, porque era más importante tener menos y ser más; vivir con menos prisas pero vivir mejor.
Cuando al final de su vida volvió el ángel para recogerlo, el hombre apresurado agradeció haber aprendido a vivir la vida con la luz del corazón.
Ciao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario