Cada vez, son más frecuentes las noticas que nos hablan de los ataques contra la Iglesia Católica y sus fieles.
Este gobierno, que habla tanto de la memoria histórica, debería dar más fuerza a la convivencia pacífica entre todos los españoles, sin importar cual sea la ideología política y, por supuesto, sus convicciones religiosas.
La Constitución española de 1978 garantiza en su artículo 16.1, como no podía ser menos, “la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades, sin más limitación en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley”.
De esa declaración constitucional proceden luego los delitos tipificados en los artículos 524 y 525 del Código Penal.
El primero castiga a "el que en templo, lugar destinado al culto o en ceremonias religiosas ejecutare actos de profanación en ofensa de los sentimientos religiosos legalmente tutelados”.
Y el segundo se dirige a “los que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen también públicamente a quienes los profesan o practican”.
El Derecho penal, regido por el principio de intervención mínima, sólo recoge las conductas absolutamente incompatibles con la paz pública.
Los ataques a la religión católica se han convertido desde hace años, en una costumbre habitual de las celebraciones callejeras del orgullo gay y otros colectivos afines al gobierno.
En ellas, el papa, los obispos, los curas y las monjas son objeto de burlas soeces . Y no sé porqué, nunca pasa nada.
Los católicos, que somos mayoría entre los españoles, reaccionamos muy comedidamente, quizá por tomarnos demasiado en serio lo de poner la otra mejilla, pero quizá también porque todavía mantenemos en el recuerdo (aunque muchos de nosotros no lo hayamos vivido), el trágico resultado de la confrontación directa, recordando los enfrentamientos y asesinatos de la tremenda guerra civil.
Se dice que, "dos no riñen si uno no quiere", pero toda ofensa y más si es unilateral tiene su límite.
Ahora, con los últimos sucesos en la capilla universitaria de Somosaguas, y de las iglesias quemadas en Barcelona, etc. se ha dado un paso más, y a mi parecer un gran paso más.
Ya no se ofende a los católicos en la calle, sino que se les provoca en su propia casa y durante la celebración de su ceremonia más sagrada: La Santa Misa.
Y se les insulta y provoca además, de la forma más grosera imaginable, con las profanadoras desnudas, para mayor dolor y escándalo de los presentes.
Tratar de justificar tal conducta con el argumento de que en las Universidades no debería haber capillas católicas, pese a lo dispuesto en el artículo 16.3 de la Constitución, sobre la cooperación del Estado con la Iglesia Católica, es tratar de ocultar lo ocurrido y sobre los graves incidentes, y desde las altas esferas de la Universidad o del Estado que tratan de taparlo con unos argumentos totalmente absurdos y sin ninguna consitencia.
En vez de castigar, casi celebran lo ocurrido, porque a los políticos, no les interesa destapar ciertos encándalos y más si son de personas afines a ellos.
Se ha cometido un delito y por una serie de exaltados cobardes, pero nadie los castiga: Las leyes en este caso, no existen para ellos.
Parece ser que los motivos de los provocadores son para criticar y protestar sobre la moral sexual de la Iglesia Católica, y pienso que si es así, lo natural sería empezar por ultrajar también las mezquitas y ridiculizar a Mahoma y el islamismo que aceptan la violencia sobre las mujeres desde el Corán, y aún más, las anulan en la vida, haciéndolas someterse al marido, bajo pena de pegarles o lapidarlas.
Pero como diría Don Quijote, "con la Iglesia hemos tomado, Sancho". Perdón, esta vez con el Islam. Los apóstoles del laicismo radical no son tontos, y como buenos cobardes, no tienen las agallas suficientes como para arremeter contra una religión que de antemano sabrían que acabaría con tremendas penas si los detienen, e incluso con la muerte.
Esta es la valentía de estos personajes, que llenos de arrojo, se atreven a profanar una Iglesia, o a convocar una procesión en un día tan importante para nosotros los cristianos como es el Jueves Santo.
Herir los sentimientos religiosos del prójimo es siempre un desatino, que para muchos suele ser gratuíto, pero que puede acarrear graves consecuencias en términos de confrontación social.
Solo tenemos que tener un poco de memoria histórica, y recordar que en la guerra civil ardieron centenares iglesias y conventos, y miles de católicos fueron asesinados, ya fueran obispos, sacerdotes, o religiosos, o simples seglares, solamente por declararse católicos y no querer apostatar de su fe.
Las circunstancias actuales son, gracias a Dios, muy distintas. Solamente recordando aquellos hechos y con una mínima dosis de sensatez, deberían ser suficientes para que este gobierno cortara de raíz cualquier provocación estúpida e indecente, con el castigo que manda la ley para estos actos abominables.
Aunque hablamos de Dios, es el diablo quien en este caso está cargando las escopetas, y en este caso, las está cargando a su gusto, porque desde el lugar más alto, desde el primer mandatario de la Moncloa, un anticlerical empedernido, se lo están permitiendo.
Ciao.
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