
Lo primero que advertimos en el hombre de nuestro tiempo es su escasa interioridad, una insuficiencia de vida interior que paradójicamente, puede ir unida con un marcado subjetivismo. Al decir interioridad, nos estamos refiriendo a aquel fondo recóndito del alma que es el afectado cuando decimos que algo se nos ha entrañado en el corazón, que algo nos ha impresionado, conmovido o sobrecogido, como suele acontecer al tratarse de algo que se refiere a la admiración, el amor, la adoración, la emoción artística o el asombro metafísico.
Todas estas son vivencias que afectan nuestra interioridad. En los momentos en que acontecen, tenemos la impresión de que vivimos intensamente, en el sentido de profundidad, no de extensión.
Pues bien, como lo señala Sciacca, el hombre de hoy vive más “exteriormente” que “interiormente”.
Recuerda todas sus citas, menos las que tiene consigo mismo. Dominado por las vicisitudes de la vida, zarandeado en su vorágine, ha perdido la capacidad de recogimiento y de concentración. La meditación y el silencio, que constituyen algo así como el marco de la vida interior, le son totalmente extrañas.
A lo largo del día se vuelca fuera de sí mismo, y a la noche se encuentra vacío. “Nosotros vivimos fuera de nuestra interioridad: no interiorizamos nuestra vida práctica, exteriorizamos nuestra conciencia; no recuperamos el mundo dentro de nosotros, nos perdemos y dispersamos a nosotros mismos en el mundo.
Reflejamos la superficie de las cosas en lugar de reflejar sobre las cosas la profundidad de nuestro espíritu”.
No en vano escribió Thomas Merton que el hombre ha perdido “la capacidad de estar a solas consigo”.
Ya Pascal se había referido a esta “huída de sí mismo”. No se trata de algo meramente fáctico, de un fenómeno pasajero. Tal tesitura ha llegado a constituir un modo de ser, un estilo de vida, el de la “diversión”, palabra que proviene del latín di-vertere, orientarse hacia otro lado, vertirse, derramarse hacia fuera. Se ha llegado a decir que nuestra cultura es, en buena parte, una cultura de la evasión.
Nunca como en la actualidad el hombre ha dispuesto de medios tan numerosos y tan eficaces para descartar todo lo que pueda poner en cuestión dicha actitud, todo lo que pueda perturbar el goce de la evasión, todo lo que pueda poner sobre el tapete de su alma el misterio de la existencia. En virtud de las ocupaciones que lo acaparan, de los entretenimientos, los espectáculos, el deporte, los viajes, nuestros contemporáneos pueden vivir casi permanen-temente “fuera de sí mismos”, y por tanto, al margen del trasfondo de su existencia.
Esta característica del hombre moderno tiene no poco que ver con aquella actitud prometeica a que nos referimos anteriormente.
El hombre prometeico gusta volcarse hacia el exterior de sí propio, prefiere la acción transitiva a la inmanente. Impulsado por su tendencia demiúrgico, está siempre abocado a hacer, fabricar, crear.
La máxima de Fausto, "Am Anfang war die Tat", es ciertamente la que mejor conviene al hombre moderno, desertor de la contemplación.
Ya no es más “en el principio era el verbo”, sino “en el principio era la acción”.
Marcel de Corte ha observado en el hombre actual una clara tendencia a identificar su ser con sus funciones, lo que trae consigo, juntamente con una desmesurada actividad exterior, una lamentable pérdida de energía interior, una incapacidad de vivir en sí mismo, de habitarse, de ahondar en la propia interioridad, abocándose con la totalidad de su ser a las sucesivas y numerosas actividades por las que entra en comunicación con el mundo exterior. El hombre se percibe como un conglomerado de funciones: función biológica, función sexual, función social, función política…, como si no tuviera una naturaleza humana, un ser profundo, con arraigos esenciales en Dios y en los demás.
De la superficie de su ser sólo emerge un yo periférico, identificado a tal o cual función, vuelto siempre hacia el inmenso desierto del exterior.
A esta “funcionalización” del hombre se une el ritmo de su vida, cada vez más vertiginoso, así como la velocidad de los movimientos y de los traslados en general. Todo ello le dificulta acoger el mundo en el recinto de su interioridad. El viajero de antaño podía entregarse a la contemplación del paisaje, que sólo comienza a develar sus secretos a quien consiente en demorarse frente a él. La contemplación reposada, serena y acogedora, que hace posible la comunión con el entorno, ha quedado exiliada por lo que Ortega llamó “el culto a la pura velocidad”.
La celeridad vertiginosa trivializa la capacidad de reflexión, al rebasar el ritmo vital que las impresiones recibidas necesitan para entrañarse, para dar pábulo a una maduración en la intimidad.
Pero dicho ritmo no se limita a los traslados de un lugar a otro, sino que se extiende a todo lo que vemos, oímos y leemos. El mismo escenario que se despliega cuando recorremos un país en tren o en auto, y vemos pasar ante nosotros, en impresionante rapidez, la imagen de un pueblo, de un cerro, de un río, uno tras otro, sin solución de continuidad, se reitera en la radio cuando la noticia de un desastre es interrumpida súbitamente por avisos comerciales, antes de haber tenido siquiera tiempo de penetrar en el corazón del oyente y de encontrar allí la resonancia adecuada. Vemos, oímos, leemos…, con excesiva celeridad. Es cierto que hoy se lee muy poco, o mejor, se lee, sí, pero casi exclusivamente revistas sensacionalistas, que fomentan la curiosidad y van troquelando el tipo del lector atropellado. Algo semejante sucede en el trabajo cotidiano. Nuestras actividades se limitan a despachar los asuntos, lo antes posible. La vida entera va tomando el carácter de trámite y expediente, lo cual contribuye, evidentemente, a una creciente desinteriorización.
Lo que predomina es el culto de la cantidad, de la extensión, la avidez de noticias, de novedades, sobre todo de las últimas novedades. A este respecto ha escrito Phillip Lersch: “El hombre moderno, montado en el engranaje de la organización racionalizada de la vida, vive cuantitativamente, no cualitativamente; mide los contenidos de sus vidas por masas y extensiones expresables en números, no por profundidades en las que el hombre se siente tocado y que están más allá de lo mesurable. Este culto de la cantidad acarrea forzosamente la desinteriorización del hombre. En efecto, todo lo cuantitativo es algo externo; la voluntad orientada hacia lo cuantitativo, que es en definitiva voluntad de dominio, sigue un camino diametralmente opuesto al de la interioridad. En el culto de la cantidad, el hombre se extraviarte y derrama sobre la amplitud del mundo en vez de traer inmediatamente el mundo a lo hondo de su propia interioridad”.
Alfredo Sáenz: Extraído de "El hombre moderno"
Ciao.
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