sábado, 6 de octubre de 2012

Ícaro y Dédalo



Este famoso mito griego nos recuerda por qué los jóvenes tienen la responsabilidad de obedecer a sus padres, así como los padres tienen la responsabilidad de guiar a sus hijos: los adultos saben muchas cosas que los jóvenes ignoran. 
El antiguo dramaturgo griego Esquilo lo expresó de esta manera: "La obediencia es la madre del éxito y está desposada con la seguridad". 
Una niñez segura y una buena crianza requieren un grado de obediencia, Ícaro paga un alto precio por aprenderlo.

Dédalo era el ingeniero e inventor más hábil de sus tiempos en la antigua Grecia.
Construyó magníficos palacios y jardines, creó maravillosas obras de arte en toda la región. Sus estatuas eran tan convincentes que se las confundía con seres vivientes, y se creía que podían ver y caminar.
La gente decía que una persona tan ingeniosa como Dédalo debía haber aprendido los secretos de su arte de los dioses mismos.

Sucedió que allende el mar, en la isla de Creta, vivía un rey llamado Minos. El rey Minos tenía un terrible monstruo que era mitad toro y mitad hombre, llamado el Minotauro, y necesitaba un lugar donde encerrarlo.
Cuando tuvo noticias del ingenio de Dédalo, lo invitó a visitar su isla y construir una prisión para encerrar a la bestia. Dédalo y su joven hijo Ícaro fueron a Creta, donde Dédalo construyó el famoso laberinto, una maraña de sinuosos pasajes donde todos los que entraban se extraviaban y no podían hallar la salida. Y allí metieron al Minotauro.

Cuando el laberinto estuvo concluido, Dédalo quiso regresar a Grecia con su hijo, pero Minos había decidido retenerle en Creta. Quería que Dédalo se quedara para inventar más maravillas, así que los encerró a ambos en una alta torre junto al mar.
El rey sabía que Dédalo tenía la astucia necesaria para escapar de la torre, así que también ordenó que cada nave que zarpara de Creta fuera registrada en busca de polizones.

Otros hombres se habrían desalentado, pero no Dédalo. Desde su alta torre observó las gaviotas que flotaban en la brisa marina.

-Minos controla la tierra y el mar-dijo-, pero no gobierna el aire. Nos iremos por allí.

Así que recurrió a todos los secretos de su arte, y se puso a trabajar. Poco a poco acumuló una gran pila de plumas de todo tamaño. Las unió con hilo, y las modeló con cera, y al fin tuvo dos grandes alas como las de las gaviotas. Se las sujetó a los hombros, y al cabo de un par de pruebas fallidas, logró remontarse en el aire agitando los brazos. Se elevó, volteando hacia uno y otro lado con el viento, hasta que aprendió a remontar las corrientes con la gracia de una gaviota.

Luego construyó otro par de alas para Ícaro. Enseñó al joven a mover las alas y a elevarse, y le permitió revolotear por la habitación. Luego le enseñó a remontar las corrientes de aire, a trepar en círculos y a flotar en el viento. Practicaron juntos hasta que Ícaro estuvo preparado.

Al fin llegó el día en que soplaron vientos propicios. Padre e hijo se calzaron sus alas y se dispusieron a volar.

-Recuerda todo lo que te he dicho -dijo Dédalo-. Ante todo, recuerda que no debes volar demasiado bajo ni demasiado alto. Si vuelas demasiado bajo, la espuma del mar te mojará las alas y las volverá demasiado pesadas. Si vuelas demasiado alto, el calor del sol derretirá la cera, y tus alas se despedazarán. Quédate cerca de mí, y estarás bien.

Ambos se elevaron, el joven a la zaga del padre, y el odiado suelo de Creta se redujo debajo de ambos.
Mientras volaban, el labriego detenía su labor para mirarlos, y el pastor se apoyaba en su cayado para observarlos, y la gente salía corriendo de las casas para echar un vistazo a las dos siluetas que sobrevolaban las copas de los árboles. Sin duda eran dioses, tal vez Apolo seguido por Cupido.

Al principio el vuelo intimidó a Dédalo e Ícaro. El ancho cielo los encandilaba, y se mareaban al mirar hacia abajo. Pero poco a poco se habituaron a surcar las nubes, y perdieron el temor.
Ícaro sentía que el viento le llenaba las alas y lo elevaba cada vez más, y comenzó a sentir una libertad que jamás había sentido.
Miraba con gran entusiasmo las islas que dejaban atrás, y sus gentes, y el ancho y azul mar que se extendía debajo, salpicado con las blancas velas de los barcos. Se elevó cada vez más, olvidando la advertencia de su padre. Se olvidó de todo, salvo de su euforia.

-¡Regresa! -exclamó frenéticamente Dédalo-. ¡Estás volando a demasiada altura! ¡Acuérdate del sol! ¡Desciende! ¡Desciende!

Pero Ícaro sólo pensaba en su exaltación. Ansiaba remontarse al firmamento. Se acercó cada vez más al sol, y sus alas comenzaron a ablandarse.
Una por una las plumas se desprendieron y se desparramaron en el aire, y de pronto la cera se derritió. Ícaro notó que se caía. Agitó los brazos con todas sus fuerzas, pero no quedaban plumas para embolsar el aire. Llamó a su padre, pero era demasiado tarde. Con un alarido cayó de esas espléndidas alturas y se zambulló en el mar, desapareciendo bajo las olas.

Dédalo sobrevoló las aguas una y otra vez, pero sólo vio plumas flotando sobre las olas, y supo que su hijo había desaparecido.
Al fin el cuerpo emergió a la superficie, y Dédalo logró sacarlo del mar. Con esa pesada carga y el corazón destrozado, Dédalo se alejó lentamente.
Cuando llegó a tierra, sepultó a su hijo y construyó un templo para los dioses. Luego colgó las alas, y nunca más volvió a volar.

P. Juan Antonio Torres.

Ciao.


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