viernes, 19 de abril de 2013

Fiesta de la fraternidad



La Pascua va lentamente penetrando en la vida, haciendo florecer la novedad del Resucitado en nuestra realidad. La paz es uno de sus signos propios, pero la paz al estilo de Dios, tan distinto del nuestro. Por eso, y aunque usualmente no lo hacemos, también podríamos mirar este tiempo pascual como la fiesta del perdón, perdón ofrecido como don y transmitido como misión (Jn 21, 21-23).
Sólo en Cristo, Crucificado y Resucitado, podemos hallar la reconciliación plena como regalo de Dios a través de su carne.
En Él no vamos a encontrar esa paz frágil hecha de tratos y componendas, de ajustes y negociaciones, de intereses, enfrentamientos y hostilidad más o menos camuflada. La paz de Dios es eterna también para nosotros porque en Cristo su Vida ha entrado en la humanidad y ésta ha entrado en la vida divina.
Se reconcilian y hermanan quienes antes eran ajenos, el mundo se transforma en hogar y paraíso. Nueva creación.
Pero antes, cada persona puede hallar al fin su verdadera identidad reconciliada. Como a la Magdalena, Jesús Resucitado nos llama sacándonos de sepulcros y muertes. Como a Pedro, nos mira con amor infinito quebrando nuestra dureza y sanando nuestra infidelidad. Como a los de Emaús, nos acompaña en la noche anticipando la alborada. Y el corazón arde y la vida brota.
Ser reconciliados, antes que nada con nosotros mismos, supone ser levantados de nuestra miseria, emerger resucitados de las zonas de muerte que nos habitan, acoger la armonía que nace al descubrirnos simplemente -¡qué inmensa grandeza!- hijos e hijas, hermanos y hermanas. Él está a la puerta, alegre y enamorado, para otorgarnos este abrazo de paz. Abriéndole el corazón, acogemos esta inagotable fuente de gozo y reconciliación.
Llevar el perdón y la reconciliación no es un mandato o, mejor dicho, es mandato porque contienen en sí mismos la fuerza expansiva del amor divino. Quien ha celebrado en comunidad la fiesta de la Pascua necesita llevar al mundo la vida nueva que le desborda y acoger al extraño, levantar al caído, enaltecer al humillado… perdonar al hermano.
En realidad, todo esto se puede decir simplemente con una frase, la de Juan de la Cruz aun sorprendido por nuestra reticencia a regalar lo que tan divinamente nos ha sido entregado: la paz y el perdón.
"Tú, Señor, vuelves con alegría y amor a levantar al que te ofende y yo no vuelvo a levantar y honrar al que me enoja a mí.

Juan de la Cruz, Dichos de luz y amor 46.

Ciao.

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