viernes, 26 de abril de 2013

La mala educación



Damos vueltas y más vueltas al trasiego de nosotros mismos, tratándonos entre demasiados algodones, ignorando las necesidades de los demás.

  Entre noticia y noticia, en el ir y venir de nuestra apresurada vida, una de las cosas que más llama la atención del buen observador es la mala educación de ciertas personas. Y llega uno a creer que es un fenómeno lo suficientemente generalizado e importante como para que merezca la pena reflexionar sobre ello. No podemos ni debemos acostumbrarnos a los malos hábitos, anulando nuestra capacidad de rectificación.

Lo que está mal estará siempre mal y nunca podrá ser algo bueno, por frecuente o reiterado que esto sea. Todos -estoy seguro- podríamos contar de casos concretos, pero pienso que lo positivo, lo que realmente nos interesa es averiguar las causas, ver el porqué de un fenómeno tan agresivo como poco justificable.

Tal vez una de sus posibles causas la encontremos precisamente en las prisas, en el “no tengo tiempo para nada ni para nadie”, que irremediablemente nos conduce a la infelicidad, a la deshumanización, al descuido de los detalles, de todas esas pequeñas cosas que la mayoría de las veces son las que nos procuran -a nosotros y a los demás- una existencia más llevadera, una mejor calidad de vida. El apresuramiento es mal consejero porque en él se difumina la reflexión, precipitándonos en un acelerado sinsentido que nos distrae de lo fundamental y degrada nuestra humana condición.

La mala educación prescinde del matiz, atropellando en su descortesía la buena voluntad de aquellos que nos rodean. La mala educación es, reconozcámoslo, fruto del egoísmo. Es dejar de pensar en los demás como personas, para pasar a ver en ellas meros obstáculos que debemos sortear. Cuando sólo importa el “yo” y “lo mío” es el centro de toda nuestra actividad, podemos empezar a sospechar que en cierto modo estamos fracasando en la vida.

En nuestra cotidianeidad no llegar a todo puede producirnos incluso amargura (es verdad que nuestra sociedad no nos lo pone fácil), y la amargura un constante malhumor. También la frustración incide en nuestros gestos y palabras, volviéndonos ariscos, irascibles y suspicaces.

Pero debemos sobreponernos a todo ello y saber estar. No son excusas el carácter o un determinado estado de ánimo. Porque la educación no es algo ornamental, de lo que uno pueda prescindir impunemente según la conveniencia. Descuidarla afecta a la normal convivencia y por lo tanto a la necesaria cohesión social.

Y es que damos vueltas y más vueltas al trasiego de nosotros mismos, tratándonos entre demasiados algodones, ignorando las necesidades de los demás. Quizá esa persona que tenemos al lado espera algo más que nuestro grito o nuestro silencio. Tal vez espere una sola palabra, algo que le lleve a ser mejor.

Guillermo Urbizu

Ciao

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