martes, 2 de abril de 2013

“Yo creo en la RESURRECCIÓN”



Respeto todas las fes que intentan explicar y aceptar la muerte, a su manera, pero yo creo en la resurrección.
Desde mi fe cristiana ésta es la alternativa: Vivos, vivas, o resucitados, resucitadas; vivos aquí mortalmente, vivos “allá resucitadamente.
No consigo pensar, esperar, acoger la muerte –la mía y la de todas las personas mortales que vamos caminando por esta tierra del Tiempo– más que en clave de resurrección. Para mi fe (con mi teología) los muertos no existen. Pasaron por la muerte y resucitaron; pasaremos por la muerte y seremos resurrección, vida plena en el ámbito misterioso de la plenitud de Dios.
Todos los muertos son “aquellos muertos que no mueren”, porque son resucitados (en aquel “pasivo divino” de que hablan los biblistas). La muerte, por la que “pasamos” (toda muerte es pascual), nos es connatural, ciertamente. Nacemos para vivir y este vivir, tan hermoso y tan precario, pasa por la muerte; hijos del barro somos, la caducidad nos acompaña como una sombra envolvente.
La resurrección no nos es connatural: Es puro don gratuito del Dios de la vida. Creyendo en la resurrección, la muerte no deja de ser “el mayor de los males”, según la confesión del adagio latino. Todos los miedos humanos se reducen, en última instancia, al miedo de la muerte. Morir siempre es un misterio de sombras, de ruptura, de trauma existencial; “una aventura” radical, la más radical de todas, “como un acantilado del cual hay que lanzarse con los ojos cerrados”, confidenciaba el patriarca teólogo Díez-Alegría. Aunque él añadía inmediatamente, como cristianísimo confesor que es, “poniendo toda nuestra confianza en Dios y diciéndole: Tú sabes más que yo” y caminando “con una humilde esperanza de que abriré los ojos”.
El trágico profeta, admirable en su rebeldía humanísima, Miguel de Unamuno, no
se conformaba. “Si del todo morimos todos –replicaba angustiado don Miguel–, ¿Para qué? No quiero morirme, no; no quiero, ni quiero quererlo; quiero vivir siempre y vivir yo, este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí”.
Sin embargo, con permiso del maestro de Salamanca que ahora ya vive sosegado en
la plena luz, lo cierto es que “morimos del todo”; soy yo el que muero, es mi persona, no es sólo mi cuerpo; yo soy una unidad de vida y para la muerte. La vida es personal, la muerte es personal y... es personal la resurrección.
 “Morimos del todo y resucitamos del todo”. El personalismo cristiano (hasta nuestro Dios es un misterio de personas relacionándose en plenitud) sólo puede
creer en la muerte de las personas y en la resurrección de las mismas personas. “Yo mismo Lo veré”, protestaba el probadísimo Job.
Para gritar esta fe, para afianzarme en esta esperanza, repito y me repito lo que
escribí en un soneto que se titula precisamente “Yo mismo Lo veré”.

Dice así:

Y seremos nosotros, para siempre, 
como eres Tú el que fuiste, en nuestra tierra, 
hijo de la María y de la Muerte, 
compañero de todos los caminos. 
Seremos lo que somos, para siempre,
pero gloriosamente restaurados, 
como son tuyas esas cinco llagas, 
imprescriptiblemente gloriosas. 
Como eres Tú el que fuiste, humano, hermano, 
exactamente igual al que moriste, 
Jesús, el mismo y totalmente otro, 
así seremos para siempre, exactos, 
lo que fuimos y somos y seremos, 
¡otros del todo, pero tan nosotros! 

Esta mi fe cristiana es pascual, digo; arranca, se fundamenta y se justifica en la
resurrección de Jesús de Nazaret, “el Primogénito de entre los muertos”. Él es “la
Resurrección y la Vida”. Si Cristo resucitó, también nosotros resucitamos, es la certeza, lisa y rotunda, de nuestra fe cristiana.
Ahora bien, mi fe es tan personal como comunitaria; creo en Humanidad, creo en
Iglesia. Para ser consecuente con esa fe personal-comunitaria, yo debo vivir la esperanza en la resurrección haciéndola creíble para mi prójimo, precisamente aquí, hoy, en las vicisitudes de la historia, en esta amada, violentada Tierra de las preguntas y la mentira y la muerte.
El Dios de la Resurrección es el Dios de la Creación y el Dios de la Redención. No podemos viviseccionar el misterio de Dios, su amor encarnado en nosotros y “vistiendo de su hermosura” la creación entera. Nadie puede profesar honestamente su fe en otra vida, resucitada, si no profesa verdad, justicia y libertad en esta vida, dentro del tiempo convulso de nuestra caducidad.
La fe en la resurrección ha de ser política. Para vivir un día, aquel Día, el don definitivo de la resurrección, debemos vivir denodadamente, en este cada día de la historia, arriesgando esta vida mortal que también nos es dada por “el Autor de la vida”. Porque resucitaré debo ir resucitando y provocando resurrección.
Sólo quien pierde su vida la salva. Del lado de allá todo es por cuenta de Dios; podemos esperar confiadamente; del lado de acá es por nuestra cuenta, con la gracia de Dios
Para llegar a vivir el Nuevo Cielo y la Tierra Nueva tenemos que ir renovando
radicalmente este cielo tantas veces opaco y esta tierra tan violada. El peor servicio que le podemos hacer a la fe en la vida-resurrección, que
nos será dada, es desentendernos irresponsablemente de esta vida-militancia que nos es confiada. A cada acto de fe en la resurrección debe responder un acto de justicia, de servicio, de solidaridad, de amor.
Yo, pues, creo en la resurrección. Con la jugosa pintada de no sé qué pared de
Nuestra América, confieso apasionadamente: “Puede costarnos la vida, pero
resucitaremos”.

Pedro Casaldáliga. Obispo de Araguaira (Brasil)

Ciao.



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