jueves, 20 de junio de 2013
El valor del esfuerzo
Hay dos papeles irrenunciables en una sociedad sana: el de la familia y el de la empresa, o mejor -personalizando-, el de la madre y el del empresario. Sin la una, no hay nuevas generaciones, y sin el otro no es posible alimentarlas. La sociedad le debe a la familia cada nueva generación de ciudadanos aptos. El presupuesto de la satisfacción en el esfuerzo es la confianza en sí mismo y la convicción del logro, y ambas cosas constituyen la experiencia principal de ser apreciado, aceptado y también -esperemos- de ser querido como persona. Esta afirmación del esfuerzo, así como la satisfacción por el rendimiento cosechado, centran el tema que ahora nos ocupa.
Cuando escribí esta exposición en alemán -con el título Spafs an Leistung o Leistungsfreude- comencé dando gracias a Dios por no haber tenido que ofrecerla en otro idioma, ya que resultaría imposible traducir el mismo título. El concepto Leistung parece añadirse a esos misterios germánicos apenas accesibles en inglés, como Kïndergarten (Jardín de infancia), Rucksack (mochila) o Waldsterben (el morir de los montes). ¿Cómo debería traducir a un hispanohablante la palabra Leistung? Rendimiento o resultado, ejecución, prestación, cumplimiento, trabajo realizado, producción, esfuerzo, hazaña o conquista, efecto, eficiencia o eficacia, potencia o capacidad, suceso o mérito... ¿Incluye todas estas nociones, o se refiere a alguna más? Los alemanes parece que sabemos lo que se entiende con esta voz. Por ejemplo, en el deporte, la performance, el rendimiento de los más hábiles y fuertes, naturalmente de los profesionales. Lo mismo vale para la ciencia, el arte y, ante todo, para la economía. Los hombres modernos queremos medir el rendimiento. ¡Competición! Los sistemas de medición van desde el cronómetro en el deporte, pasando por la emulación en las calificaciones escolares, hasta el premio Nobel; desde las cotizaciones en bolsa, pasando por los productos nacionales, hasta las elecciones políticas. Todo se mide.
En todo caso, la palabra Leistung es aún más amplia. Muchos altos rendimientos -en este caso los denominamos "del tipo II"- no tienen parangón posible. Una vez preguntaron a Edmund Percival Hillary, el primero que conquistó el Everest: ¿Por qué escaló el Everest? Respuesta: Because it"s there (porque está ahí) . La montaña desafió a Hillary, y él se sintió retado. Al siquiatra vienés Viktor Frankl, fundador de la logoterapia, le parecía efectivamente una competición, pero del tipo: "¿Quién es mejor: yo o yo?". Because it"s there. ¿Qué sucede al hombre cuando una realidad determinada puede desafiarle de esa manera? Esta afirmación del esfuerzo, así como la satisfacción por el rendimiento cosechado, es el tema que ahora trato.
La montaña puede constituir un impulso interior dominante. Alex K. Müller, que en 1987 obtuvo el premio Nobel, junto con Bednorz, por sus descubrimientos en relación con los superconductores a alta temperatura, en una ocasión contaba que a él le habían interesado siempre tanto la motivación exterior como la interior de los investigadores.
Kepler, por ejemplo, no se sintió sorprendido por sus descubrimientos astronómicos, que le habían llevado a plantear el concepto heliocéntrico del mundo. Realmente, lo que le había acosado durante bastante tiempo era la idea de que la tierra debía dar vueltas alrededor del sol, la cual le impulsó en sus investigaciones, que después confirmaron su hipótesis inicial.
A Müller mismo le había preocupado desde su juventud la cuestión de por qué en cristalografía nunca habían sido detectadas simetrías quíntuples. Su búsqueda le condujo finalmente a sustancias superconductoras.
Tipo III: ¿No hablamos igualmente de Leistung en el sentido de superación personal, cuando en el deporte cae derrotado el esperado vencedor y luego reacciona con serenidad, dando la mano sinceramente a quien le ha vencido? El rendimiento fracasado, a pesar de todo el esfuerzo, se convierte en ocasión para asumir los propios límites. ¿Acaso no reconocemos igualmente la superación de una madre que, llena de cariño, cuida de su hijo enfermo un día y otro?
Cuando advertimos el esfuerzo, tanto de Jan Ulrich y Bill Gates, como de Edmund Hillary y de Teresa de Calcuta, es preciso reconocer que ha de existir algo que los une. ¿No admiramos en todos estos casos una victoria sobre la evidente limitación de nuestra naturaleza humana?
LlDERAZGO DE "LOS MEJORES"
A las personas que destacan de un modo u otro, espontáneamente, las contamos "entre los mejores". Antes de que nos demos cuenta de por qué. Que "los mejores" deban liderar constituye una convicción de todos los pueblos y de todas las épocas. Ellos deben servir. El servicio que de ellos se espera es el "liderazgo" (leadership). Además, los rendimientos del tipo Bill Gates, del tipo Hillary y del tipo Teresa de Calcuta se conciben siempre incluidos en la idea del "liderazgo de los mejores". Los griegos lo denominaron aristocracia.
Ciertamente había muchos motivos, durante la Revolución Francesa, para abolir la nobleza. Uno de ellos fue que gran parte de la nobleza reinante destacó por su presuntuosa arbitrariedad, renegando del tradicional hábito aristocrático, según el cual el dominio significa servicio. Siguiendo este criterio se había desarrollado en Europa -pese a las ovejas negras- ese modo de pensar aristocrático durante siglos, inspirado en el cristianismo. Así, -el que quiera ser mayor entre vosotros sea "vuestro servidor. El Hijo del Hombre no ha "venido a ser servido sino a servir" (Mat. 20, 26 ss.). Poder y servicio: educación de los poderosos hacia la virtud. El llamado "espejo de príncipes" describía un conjunto de virtudes y reglas de educación para los futuros gobernantes.
En 1986, el arzobispo de Colonia, el cardenal Josef Höffner, que también era economista, y cuyo libro Doctrina social cristiana continúa considerándose hoy como una obra fundamental de la doctrina social católica, publicó el esquema de un espejo análogo para los empresanos.
En la mayoría de las culturas, la pertenencia a "los mejores" se halla vinculada a la familia. Esa imagen juega, hoy como ayer, un papel nada insignificante desde el punto de vista social, aun cuando en nuestros días se piense más bien en la tradición cultural de la familia que en lo genético, es decir, en el entorno espiritual y en la educación. La nueva imagen de "los mejores" se refiere a la competencia. "Para servir servir": en esta concisa fórmula resume la mencionada idea el fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá. Es decir, que para servir hay que valer, ser útil o apto, ser capaz. Para el buen liderazgo hace falta una selección de los que sobresalen, de los más capaces, justamente de la "élite". Ya no valen los privilegios derivados de la herencia, mientras que algunos privilegios funcionales o procedentes de la fortuna económica sí siguen siendo aceptados.
Para servir con eficacia también se precisan los medios apropiados a tal fin. Las nociones alemanas de dienen (servir) y verdienen (ganar) son muy cercanas, y no están en modo alguno en contradicción.
Los ecos semánticos positivos o peyorativos de la palabra "élite" dependen de la impresión que dejan las élites en la sociedad, es decir, de si aquellas sirven o más bien se sirven de esta. Entretanto, resulta difícil considerar como servicio el espectáculo megalómano que terminan dando tantas fusiones de compañías, así como sus divisiones con los siempre resonantes premios para los respectivos consejos de administración. No parece muy acertado aplicar aquí la palabra "valor", como ocurre con la expresión shareholder value, como si esto mereciera un lugar en el debate axiológico.
El principio de la competición es un principio elitista. Su precio es elevado: quien no es el mejor fracasa. Sin embargo, también el perdedor puede aceptar ese principio si puede contar con la solidaridad del vencedor. Esto se concibe, en primer lugar, vinculado con el sistema, pero también puede contener exigencias completamente personales. De quienes dirigen se esperan rendimientos óptimos, y también se espera de ellos solidaridad.
DE DÓNDE PROVIENE EL CONCEPTO DE ÉLITE
Mucho antes de que la Revolución Francesa acabara con el dominio de la nobleza, la burguesía en auge ya se había planteado que sería necesario algo así como una aristocracia, un "gobierno de los mejores". La pretensión de dirigir no debía, sin embargo, estar ligada ni a la cuna ni a la herencia. Ya Federico el Grande colocó, al lado de la "flor de la nobleza" (fleur de la noblesse), la elite de la nation (élite nacional).
A decir verdad, los ilustrados y revolucionarios fantaseaban sobre las futuras elites burguesas. Al abolir el dominio de la nobleza y de la religión, estaban convencidos de que quedaba libre el camino hacia un mundo nuevo y mejor, una nueva creación a cargo del hombre, científicamente ilustrado, y, desde entonces, autónomo. Esa visionaria obra de arte total de la creación de un "nuevo mundo" surgirá de las creativas manos de la élite científica e intelectual de la nación. Claude-Henry de Saint Simon (1760-1825), de procedencia noble, soñaba con tal élite innovadora como avanzadilla de la nueva sociedad y la denominó "vanguardia". La vanguardia va siempre por delante, sabe adónde va, y los demás pueden secundarla en su propio provecho.
El pathos, la imagen grandilocuente de ser la avanzadilla, la vanguardia, es recogido y dilatado en el siglo XX por la nomenclatura de los partidos políticos totalitarios. Todas las revoluciones modernas han surgido de la visión de un "nuevo mundo" y de un "hombre nuevo". El enemigo en cada caso eran las correspondientes "estructuras vigentes". Ya no tenía valor la conservación del mundo según el encargo bíblico de dominar la tierra, en el sentido de que los hombres han de hacerla habitable, trabajándola y preservándola (Gn. 2, 6). El nuevo lema era: cambiar el mundo.
En el vestíbulo de la Universidad Humboldt de Berlín luce la conocida cita de Karl Marx: "Los filósofos sólo han interpretado el mundo de maneras diferentes; pero lo que importa es cambiarlo". Esto no expresa una idea específicamente marxista, sino el espíritu del periodo posrevolucionario, y puede leerse también desde el punto de vista liberal ilustrado. La misma idea de progreso tiene su origen en la visión de un "nuevo mundo". Progreso, entonces, pero ¿hacia dónde? El objetivo del moderno progreso era precisamente realizar un mundo nuevo. El discurso progresista habitual -que no suele mencionar su objetivo- puede tener su ambigüedad.
Poco antes de su elección en Brasil, en 1995, el presidente Cardoso aseguraba que el país se hallaba ante el abismo. Después de las elecciones, él mismo afirmó que el país había dado un paso decisivo hacia adelante.
Saint-Simon celebraba su visión de aquella vanguardia innovadora con auténtico fervor religioso. Le adjudicó una "tarea verdaderamente sacerdotal", esto es, la de "ejercer un poder positivo sobre la sociedad". Felicitaba a sus conciudadanos porque sus nuevas elites "os servirán como vanguardia". Servirán. Él no tenía en absoluto en mente la religión. Su visión de la élite, no obstante, ciertamente radicaba en la función de servir, de ser modelo. Efectivamente, si en nuestra sociedad se entendieran como élite quienes sirven ejemplarmente a la comunidad, no se habría discutido sobre ellas ni se las hubiera criticado. Hay tres motivos de crítica a las élites. Primero, la élite dominante es incapaz (prestación deficiente); en segundo lugar, es corrupta (moral laxa); y por último, el crítico es envidioso. Quien está leyendo todos los días en los periódicos asuntos de sobornos de "los que están arriba" no puede alejar la sospecha de que "los de arriba" se quedan con la nata y dejan a los demás la leche a secas. Realmente lo peor es que "los de arriba", a pesar de todo, sean envidiados, pues, como se dice vulgarmente, han triunfado. Hasta ahí llega la función del modelo.
LA HERENCIA TARADA, ENEMIGA DEL SERVICIO
A pesar de todo, las élites son nuevamente deseadas. Sin ellas, las cosas evidentemente no van. La eficacia ha de ser recompensada. Gracias a Dios, ya han pasado aquellos años setenta sacudidos por la crítica ideológica contra las élites, con su arranque anticapitalista y de romanticismo social e igualitario. Sin embargo, nos han traído otra palabra alemana intraducible: Leistungfeindlichkeit (desazón ante el rendimiento). Pero ya no se oye el grito juvenil No future. Tampoco pueden ya paralizar la voluntad de rendir aquellos miedos catastrofistas alemanes del shock cultural ecologista.
Es verdad que Alemania se incorporó tarde al reciente proceso de innovación tecnológica, y no estuvo presente entre los dirigentes del nuevo paradigma de la tecnología informática. Desde luego, eso también se debe a motivos similares a los que llevaron a Inglaterra a la retaguardia a finales del siglo XIX. Inglaterra había sido una potencia rectora de la economía mundial-apoyada en las máquinas de vapor, maquinaria de ferrocarril y construcción naval- y se abandonó demasiado tiempo en sus fuerzas productivas tradicionales, mientras Alemania y EE.UU. tomaban la iniciativa en las nuevas tecnologías relativas a la electricidad, la química y, más adelante, el petróleo (con la petroquímica, el automóvil, las carreteras, las construcciones aeronáuticas). Igualmente, Alemania y Europa en general se confiaron en esos acreditados soportes de su producción industrial y temieron el necesario cambio socioinstitucional, mientras que EE.UU. y Japón se repartieron entre sí, más o menos, la carrera de la innovación en el campo de la tecnología informática. Hace diez años todo esto se resumía en la palabra "euroesclerosis", la que el presidente federal Roman Herzog fustigó en su célebre y airado discurso de Berlín el veintinueve de abril de 1997. La espina dorsal de la producción económica alemana todavía la constituyen principalmente las industrias clásicas de producción en serie, como la fabricación de automóviles.
Pero Alemania ha recuperado terreno: informatizando y transformando esas industrias en industrias de tecnología informática. La generación enemiga del esfuerzo, de los años posteriores a 1968, no nos ha deparado solamente muchachos idealistas, sino también muchachos de carne y hueso. Los adolescentes alemanes aparecen atrás en las estadísticas comparativas internacionales sobre rendimiento escolar. Primero lo reveló una comparación del nivel en matemáticas y en ciencias, y ahora el famoso test internacional PISA (de la OECI) relativo a capacidades fundamentales como las habilidades lecto-escritoras. La decepción es grande. Pero decepción (EntTäuschung) significa en alemán "fin de la ilusión o engaño". Y esto siempre es bueno.
TENER VALOR PARA SER LIBRES
Sin duda habrá que poner al día los programas escolares. Pero esto es sólo un primer aspecto del problema. Detrás permanece la cuestión de si están los jóvenes realmente preparados para los desafíos de la libertad en un tiempo en el que lo único estable parece ser el cambio. Una libertad que huye de la responsabilidad no se merece tal nombre. Excitados por la búsqueda de sensaciones intensas y del lifestyle, los jóvenes están tentados de rehuir la realidad y vivir de las rentas del pasado. Confiar en el futuro, convencerse de superar los obstáculos e incertidumbres que este presenta, constituye el auténtico desafío de nuestras instancias educativas. Los paralizantes temores antaños al porvenir aparecen ahora sustituidos por un lugar seguro, donde se puede saborear el estilo de vida sin ser molestado. Pero tampoco la certeza -o la ilusión- de un futuro seguro es capaz de catalizar la audacia para ser libres, es decir, para tomar decisiones, para contraer compromisos, para superar los desafíos y resolver los problemas. Por ejemplo, la historia de la economía constituye una sucesión de desafíos para resolver problemas, una historia de esfuerzos del tipo Hillary.
"En Gran Bretaña sonaron las alarmas en 1600 a causa de la entonces inminente escasez energética por la deforestación", escribe el profesor Julian L. Simon, fallecido en 1998, que enseñaba Economía y Dirección empresarial en la Universidad de Maryland y resuelto luchador contra el pesimismo sobre el desarrollo económico. "Se temía por la escasez de combustible, tanto para el uso doméstico como para la industria del hierro. Sin embargo, la peligrosa escasez puso en marcha el desarrollo de la extracción de carbón". Su obra clásica, El último recurso, publicada en las Ediciones de la Universidad de Princeton, confía en el hombre y en su capacidad imaginativa para resolver los problemas. Esta obra rebosa de ejemplos de ese orden, en el pasado y en el presente. Dado que la escasez de los recursos aumenta los precios, siempre hay inventores y empresarios arriesgados que se aprovechan de los incentivos para buscar nuevos caminos en la satisfacción de la demanda. Muchos fracasan en ello y precisamente a su propia costa, de modo que no perjudican a la mayoría de la gente. Otros pocos alcanzan el éxito y ganan mucho dinero. Pero todos se encuentran finalmente mejor que si no se hubiera dado el problema de la escasez. En definitiva, una vez más se trata de servicio.
En la Feria del Libro de Frankfurt de 1998 busqué una editorial para una edición en alemán del libro de Simon. Sin suerte. Tres editoriales especializadas en economía del desarrollo reconocieron que el tema era interesante, pero sólo en la dirección contraria: en vez de soluciones, problemas. El director de la editorial más esperanzadora lo resumía así: "Para el optimismo no hay mercado en Alemania".
Respecto al futuro, es conocido el célebre dicho del vaso medio lleno. Una parte de la humanidad se aferra a la idea de que el vaso está medio vacío. De ese sector se reclutan los profetas del fin del mundo. Precaución: ¡Peligro de contagio!
EL ESTADO SECA LAS FUENTES
Ciertamente, en nuestras escuelas se va prestando mucha atención a los síntomas. Pero no sirve de mucho ir más deprisa si se va en la dirección falsa. Las teorías pedagógicas y los experimentos educativos que condujeron a los pobres resultados internacionales que mencioné antes fueron encargadas por el Estado, ya que las escuelas y las universidades alemanas están generalmente en manos estatales. La cuota estatal en el sector educativo alemán es de un 96% aproximadamente. Similar a la que existía en la economía de la República Democrática Alemana (RDA). El sistema deja tras de sí un sabor a economía planificada. A la llamada sociedad civil esto le repugna por completo. La consecuencia más nefasta de la expropiación de los medios productivos en la RDA fue la aniquilación del ánimo y de la competencia que fomenta la iniciativa privada. Las personas ya no se atrevían.
En nuestro caso, a pesar del derecho constitucional de los padres a la educación de sus hijos, una buena parte de los padres consideran utópica la idea de organizar ellos mismos las escuelas de sus hijos, jugando en ellas un papel parecido al que desempeñan los accionistas en las grandes empresas. Por el contrario, los padres que gestionan colegios privados son discriminados, ya que además han de pagar por los colegios del Estado. De igual modo, resulta deficiente el abanico de escuelas de diversa orientación, y escasa también la creatividad de su desarrollo, la cual supondría una invitación para promotores y donantes.
Lo que vale para el sector educativo puede homologarse de forma parecida en lo social, en la política familiar y sanitaria, recordando el principio de subsidiariedad. Lo que suele considerarse como una inevitable carga social, no pocas veces podría gestionarse con ojo empresarial, es decir, de forma más eficiente. Como empresa social. Me resulta entretenida la gestión de un instituto científico privado, aunque requiere a veces esfuerzo. Lo mismo me sucede con la administración de una pequeña fundación que se ocupa de iniciativas educativas privadas en países en desarrollo. Lo mismo puedo decir de amigos que se han propuesto en nuestro país la gestión de colegios privados. Mientras, entre nosotros, muchos padres ya se sienten sobrecargados con la educación. Y la política reacciona con la oferta de la jornada escolar completa, de más jardines de infancia y hogares infantiles, que contribuyen fundamentalmente a separar a los niños de sus familias.
En Berlín, los partidos sólo discuten sobre, si al implantar la educación infantil, han de tenerse en cuenta elementos subsidiarios (los padres toman la iniciativa y el Estado les ayuda financieramente), o si el Estado debe asumir él solo la dirección. Se trata de una progresiva expropiación de la familia, a la que se le despoja de su tarea nuclear.
LOS LÍMITES DEL PRINCIPIO DEL RENDIMIENTO: LA FAMILIA
Hay dos papeles irrenunciables en una sociedad sana: el de la familia y el de la empresa, o mejor -personalizando-, el de la madre y el del empresario. Sin la una, no hay nuevas generaciones, y sin el otro no es posible alimentarlas. La sociedad le debe a la familia cada nueva generación de ciudadanos aptos. El presupuesto de la satisfacción en el esfuerzo es la confianza en sí mismo y la convicción del logro, y ambas cosas constituyen la experiencia principal de ser apreciado, aceptado y también -esperemos- de ser querido como persona.
En el seno de la familia los individuos no son apreciados por lo que rinden. En la familia son valorados porque existen. Y eso por el papel preponderante de las madres, que aman por igual a los hijos, con independencia de su capacidad productiva. Por tanto, quien intenta avasallar el principio del servicio a la familia, quiebra la rama en la que se funda la sociedad productiva.
El descrédito de la maternidad en la consideración social -promovido decididamente desde instancias estatales- constituye una desoladora prueba del predominio de los valores económicos en la jerarquía axiológica hoy dominante. Entre mis amistades hay una familia con diez hijos. La madre estaba ya harta de las sonrisas compasivas cuando contestó a la pregunta de qué hacía diciendo que ella era ama de casa y madre. Inmediatamente sorprendió declarando que era una empresaria de clase media. Rama: producción de patrimonio humano. Innovación: management by everybody (gestión por parte de todos).
Para mejorar la situación de las familias numerosas algunos de mis bienintencionados amigos proponen un sueldo estatal a las madres. Es verdad que el rendimiento de las madres no se paga, pero no porque carezca de valor, sino porque no se puede pagar con nada. En caso contrario, un hijo podría decirle a su madre: "Sí, es cierto que te has ocupado de mí, pero también has recibido dinero por ello". ¿Debería el Estado convertir la maternidad en un encargo público? Cuando se crea una institución que paga, termina administrando a las familias.
La política de familia no es una política social, sino una política de inversión. Esta debe procurar que las familias puedan tomar a su cargo sus propios asuntos. Jürgen Borchert, juez del tribunal social de Hessen, investigó hace años la cantidad con que contribuyen a lo largo de la vida las familias numerosas a favor de las familias con pocos o ningún hijo, y calculó 160.000 millones de marcos anuales.
Esta situación no se resuelve con limosnas salidas del erario, sino con exenciones, y quizá con transferencias en sentido contrario, antes de ingresar el Estado los impuestos en el presupuesto nacional. (Modelos como el reparto de los ingresos de la familia gravados con impuestos entre el número de sus miembros, o impuestos negativos -que el Estado pague en vez de cobrar- tendrían pronto relevancia para los políticos, si se diera un derecho de elección para los hijos, ejercitado por los padres). Existen, sencillamente, sectores de la vida donde debe reducirse el predominio de la valoración económica, si se desea que no se corrompan radicalmente. Uno de esos sectores es la familia.
En economía nos movemos primero en el mundo de los medios, de los recursos. No nos dice la economía a qué fines han de servir los medios económicos de una forma inteligente. Nadie puede negar que la catedral de Colonia supuso un esfuerzo enorme. Cuando se proyectó, vivían en esa ciudad alrededor de 40.000 personas. Se propusieron construir la catedral y empezaron con ella. Fue un esfuerzo cumbre, del tipo del de Hillary. Ante él, algún gran proyecto contemporáneo se revela más bien insignificante -con frecuencia se oye que no sería posible hoy construir algo parecido-. Naturalmente, con las actuales condiciones y avances económicos y técnicos, sería más fácil, más rápido y más barato construir la catedral. Dejando aparte la consideración arquitectónica, lo que esto quiere decir es que hoy no aportamos el entusiasmo necesario para esforzarnos realmente en pro de un objetivo de semejante envergadura.
En segundo término, la economía no mide en modo alguno las prestaciones como tales, sino en cada caso según sus "contraprestaciones", se trate del valor pecuniario o del valor de cambio. Incluso el matrimonio se entiende cada vez más como una contraprestación de servicios. Él se va con ella porque le puede ofrecer belleza, inteligencia y el calor de los sentimientos y, si fuera posible, un segundo salario y buena cocina. Él garantiza una carrera, carácter, y además fuerza, prestigio y colaboración en las tareas del hogar. Contrato o compromiso, inválido en caso de incumplimiento.
También se ponen a veces de acuerdo sobre en qué momento le limpiará uno al otro los zapatos, o cuándo tendrá ella su descanso, los martes o los miércoles. ¿Acaso tales compromisos no testimonian temor a confiar de verdad en una persona que, además, uno mismo ha elegido? Incluso tener hijos queda ligado a las expectativas de las prestaciones. La prole temprana garantiza -ojalá sin mucho esfuerzo- tranquilidad material y un incremento de prestigio en el círculo de amistades. El periodo escolar con un bachillerato sin retrasos ni complicaciones, con el asentimiento interior a los planes paternos de vacaciones; luego, la garantía de una plaza en la universidad y, finalmente, un buen partido, un matrimonio ventajoso. En definitiva, los hijos deben tenerlo más fácil y mejor que los padres. El fracaso se registrará dolorosamente cuando los jóvenes sigan el modelo: padres aceptables porque poseen una casa con jardín, madre presentable, padre que no replica, servicio de cóctel espléndido, remuneración suficiente del trabajo estudiantil, planes de viaje aprobados, dotación del servicio de automóviles... ¡De acuerdo!
La sociedad total de las prestaciones corta la rama sobre la que se asienta. En una sociedad que sólo mide la prestación y el éxito, están en peligro los enfermos, los ancianos y los no nacidos. Los débiles en apuros y la soledad resulta ser la situación dominante. La generosidad se convertirá en una palabra extraña, y el agradecimiento se manifestará superfluo. Georges Bataille escribe que es absurdo producir diamantes baratos, ya que el regalarlos debe expresar que quien regala lo que realmente quiere es regalarse a sí mismo. Por eso los diamantes han de ser especialmente caros.
LIBERACIÓN DE LA PRESTACIÓN POR LA SIMPLE PRESIÓN ECONÓMICA DEL ÉXITO
La visión economicista de los valores envenena las fuentes de la voluntad para el esfuerzo. La competición, el mercado o el principio del rendimiento no se cuestionan. Ellas se legitiman por su éxito. Es cierto que también existe deporte sin rivalidad y economía sin mercado. Sin embargo, ni veo en la televisión gente practicando el jogging, ni me convence la economía de subsistencia.
No obstante, mercado y competencia también están éticamente legitimados. En primer lugar, con ellos se ahorran decisiones morales, respecto a las cuales las economías planificadas fracasan periódicamente. Como veremos, ambos regulan relaciones en un sector anónimo y, por tanto, ajeno a consideraciones morales. En segundo lugar, decidir en el mercado significa hacerse personalmente responsable. La relación entre la libertad de decisión y la responsabilidad de asumir las consecuencias de las propias decisiones constituye un requisito fundamental de toda convivencia. Que los empresarios tengan que responder, con su propio capital, de sus decisiones les convierte esencialmente en árbitros que dirimen la eticidad del propio negocio. Considerando una sociedad dominada crecientemente por funcionarios, vale también lo contrario: a quien no está preparado para responder de sus decisiones no se le debe conceder la libertad de tomarlas.
El mercado condiciona la competencia: la competición condiciona la lucha, y la lucha condiciona la desconfianza frente a los competidores. Lo mismo sucede en política. De similares elementos competitivos participan el mercado y la democracia: en esta según el principio "un hombre, un voto", y en aquel de acuerdo con el de "un dólar, un voto". En el mercado y en la democracia, la desconfianza constituye un principio institucional de actuación. La democracia encomienda a la oposición el desconfiar del gobierno. Sin embargo, no confiere al jefe de la oposición la capacidad de poner en entredicho la integridad del presidente del Gobierno. El que promueve el mercado desconfía de la competencia, pero puede llevarse personalmente bien con el competidor. Esto resulta posible porque mercado y política constituyen campos anónimos de relación de compensación de intereses. Aquí la práctica fracasa con harta frecuencia, cuando las cosas empeoran. En el fútbol, al menos, recibe una tarjeta roja quien agrede al adversario para lograr ventaja y ganar.
Las comunidades humanas o viven de la confianza o no consiguen sobrevivir. La familia debe ser un ejemplo, pero también la escuela y el pequeño taller. En estos casos no hay distinción entre desconfianza institucional y desconfianza entre las personas. La confianza, la amistad, acaso el amor, que en la familia poseen un valor constitutivo, sin embargo en política suelen significar algo peligroso, o sospechoso de corrupción. Por eso, quien, a pretexto de democratizarlas, quisiera introducir el principio de oposición en las comunidades y organizaciones que dependen de la cooperación confiada de personas concretas, amenazaría con destruirlas.
Esto también resulta válido, hasta cierto punto, para las grandes empresas. Las empresas no son sistemas anónimos; no son ni mercados ni democracias. No deben funcionar como mercado, sino en el mercado; no deben funcionar como un sistema democrático, sino funcionar en la democracia. Están concebidas jerárquicamente, y económicamente planeadas, como la familia sana. Sano quiere decir que a cada participante se le concede la libertad según su capacidad de responsabilizarse: el derecho a tener voz en la familia lo que inspira es confianza. Una empresa tampoco se puede dirigir como una república, con gobierno y oposición. Algunos sueñan con que sea dirigida como una familia.
El gobierno corporativo es el ejercicio de la autoridad como poder social, y excluye la consideración de la empresa como una máquina para producir beneficio, teniendo como objetivo que todos los que participan puedan, teniendo en cuenta la escasez de los recursos, satisfacer mancomunadamente sus necesidades, tanto económicas como extraeconómicas, de un modo mejor y a más largo plazo que si no se hubieran organizado en forma empresarial. En todo caso, hoy cualquier empresario se esfuerza por conseguir la confianza de sus colaboradores. En nuestros días, son frecuentes lemas o divisas del tipo: identificación con los objetivos empresariales, espíritu de equipo, identidad social o corporativa, competencia social, competencia comunicativa. En otras palabras: el servicio en la comunidad supone la confianza, y la escuela primaria de la confianza es la familia. Y en esta todavía se proporciona algo parecido al espíritu del servicio, que a fin de cuentas no es otra cosa que el sentido de la vida. No en vano las empresas familiares constituyen, en cierto modo, la forma más primitiva de la industrialización.
A decir verdad, yo rescataría el encanto del servicio de su encorsetamiento por la coacción del éxito unidimensional, y sobre todo económico. Como estímulo para rendir, considerado aisladamente, el éxito no es suficiente. El éxito -el "perfume del hombre", tal como se le denominó- se extiende ahora como un olor andrógino. Pero ¿en qué momento está la botella vacía? Ya algún caballero del éxito ha echado mano de su revólver. Marliyn Monroe tomaba pastillas para dormir. Edith Piaf también. Por tanto, ¿para qué desesperarse por triunfar?
¿ÉXITO O REALIZACIÓN PERSONAL?
El polo opuesto del éxito no es la desesperación sino el fracaso. Lo contrario de la desesperación es la realización personal. Este es el núcleo central de la doctrina del psiquiatra vienés Viktor Frankl. No hay contradicción en el hecho de que se presente en su consulta un hombre de éxito, diplomado por Harvard, pero con intenciones suicidas, e inmediatamente después le llegue carta de un preso que le escribe desde la penitenciaría de Baltimore diciéndole que tiene 54 años, que está económicamente arruinado, pero que después de un profundo cambio interior ha encontrado un auténtico sentido a su vida y exclama a continuación: "iQué estupenda es la vida! ¡La abrazo!".
Dejemos que Frankl nos explique su cuadro clínico: "El hombre se mueve, por regla general, en un plano horizontal entre el éxito y el fracaso. Esta es la dimensión del homo sapiens, que quiere triunfar, sea como hombre de negocios o como play-boy. Pero una segunda dimensión, perpendicular a la primera, viene a añadirse a esta. Yo la denomino dimensión del homo patiens, del hombre que, incluso en medio de un dolor inevitable, sigue hacia adelante encontrando un sentido a su dolor". Los polos opuestos ya no son el éxito o el fracaso, sino la realización personal y la desesperación.
Sus pacientes eran frecuentemente hombres que en su aspiración a la felicidad giraban en tomo a sí mismos. Se dirigían en busca del placer que perseguían, y precisamente por ello -en la frustración-lo ahuyentaban y perdían: alcohólicos, depresivos, trastornados sexuales. "La trascendencia propia de la existencia humana -escribe Frankl- consiste en el hecho de que el ser humano siempre se proyecta, más allá de sí mismo, hacia algo que ya no es él mismo, sino hacia algo o alguien, un asunto o empresa a cuyo servicio se está, o una persona a la que se ama. Y solamente en la medida en que el hombre se trasciende de este modo se realiza también a sí mismo". Frankl explica esto con el ejemplo de la vista: el ojo sólo es capaz de percibir correctamente el mundo que le rodea, porque no puede ver nada de sí mismo. En el momento en que el ojo perciba algo de sí mismo se puede decir que está enfermo, ya se trate de las nubes que producen las cataratas, de color grisáceo, o bien de los resplandores arco iris del glaucoma.
La satisfacción en el servicio no se produce por el simple logro del éxito. La presión hacia el éxito se llama estrés, y el estrés se puede definir como sufrimiento en el trabajo que no gusta. La satisfacción en el servicio es consecuencia de la realización humana, y tiene que ver con la satisfacción de un sentido que plenifica.
De ahí, por ejemplo, que la empresa sea rentable y pueda mantener a sus colaboradores ganándose la vida con alimento y trabajo. Realmente, la felicidad, como el gozo en el esfuerzo, no se alcanza cuando se busca directamente: es la consecuencia de una entrega real a una tarea que nos desafía y nos realiza (Hillary), o a una persona a la que se quiere (Teresa de Calcuta).
Sobrellevar la fatiga, el sudor y la carga del trabajo -sin lo cual generalmente no hay ni servicio ni rendimiento- era un tema tradicional de la literatura religioso-ascética. Hoy lo hallamos en las publicaciones de nuestro secular mundo del trabajo. Lo que se dice a continuación no procede de la pluma de un abad medieval, sino de una aportación de H. Zemanek sobre la programación de sistemas, publicada en las Noticias de IBM (1975): "La disciplina consiste en la libertad que no se ejerce (...) pero sólo llorará la libertad a la que renunció quien desconozca los nuevos espacios de libertad que se abren por el sometimiento a la disciplina".
PARA TERMINAR, UNA MIRADA A LA HISTORIA
A propósito de la Edad Media: frente a ella hemos ganado, naturalmente, en lo que se refiere a técnica y ciencias naturales, afectando esto a la eficacia y a la racionalización del trabajo, y no solamente en lo económico. Vale pensar en el deporte en equipo y en las formaciones orquestales. Pero, ante todo, se ha avanzado en lo económico: disponemos de más medios. Sin embargo, hemos perdido también algo. Con el individualismo creciente nos encontramos -como sociedad- cada vez más dificultades para fijar "objetivos comunes". En función de ellos definimos los medios.
A veces al canónigo premostratense Augustinus GrafHenckel von Donnersmarck se le ocurre presentarse como miembro de una empresa multinacional que opera desde hace 2000 años con considerable eficacia, llamada Iglesia Católica, la cual ha impreso en Europa una concepción sobre el trabajo y el rendimiento, desde la Edad Media hasta los tiempos modernos.
El cristianismo ha plantado igualmente los fundamentos de nuestra civilización técnicocientífica. Y no sólo con la fundación de universidades como la de La Sorbona, sino con algo mucho más elemental, como la superación de las religiones paganas naturalistas, en cuyas creencias sobre la presencia divina en la naturaleza nos han vuelto a "hacer felices" recientemente los fundis verdes y los chicos de la New Age. En este asunto, la interpretación judeo-cristiana es que Dios ha creado el mundo y, por tanto, que no existe en la naturaleza sino fuera de ella, lo cual permite al hombre su intervención sobre la misma. Quien ve ninfas actuando en las fuentes no construye dique alguno, y quien venera el Olimpo como morada de los dioses no construye un funicular en la montaña, ni tampoco consigue la explotación allí de una mina. Por lo demás, el testimonio de la creación nos transmite que el mundo es bueno y, por tanto, que merece la pena estudiarlo.
Ya que no tenemos espacio para una reflexión más profunda, quizá sí podemos ilustrar brevemente algunas etapas. En primer lugar, tres grandes servicios de la cristiandad en Europa: para los griegos y los romanos, el trabajo -se entiende, manual- era algo indigno del hombre libre. Sin embargo, los cristianos consiguieron abolir la esclavitud con una visión positiva del trabajo. Ellos no la abolieron expresamente, la hicieron innecesaria. En segundo lugar, durante la época franco-merovingia, los grandes conventos difundieron por toda Europa una cultura y una técnica de lo más avanzado en agricultura y artesanía. En tercer término, la consecución de la unidad europea -en lo cultural, religioso y político (imperium)- se debe, junto a la colonización, a la introducción por toda Europa de las mismas festividades (Navidad, Pentecostés, etc.).
El circuito cristiano de fiestas del año litúrgico reflejaba la orientación general de la sociedad en relación al sentido de la vida y al trabajo.
Las fiestas y el domingo eran expresión del "asentimiento al mundo" (Josef Pieper) y del agradecimiento por el regalo de la existencia. Las fiestas, por ejemplo, movilizaban inversiones enormes. Testimonio de ello es que por toda Europa se extienden trabajos arquitectónicos del románico, del gótico, del renacimiento y del barroco, admirados hoy por millones de personas -unas 18.000 personas visitan diariamente la catedral de Colonia-.
El barroco festivo fue abolido por las visiones de un nuevo mundo que debería crear el hombre autónomo. Para ese "cambio del mundo", la sociedad burguesa del trabajo del siglo XIX aunó todas sus fuerzas: jornadas laborales de once horas, sábados inclusive. La pura racionalidad hizo crecer el rendimiento (output, producción total), pero se encogía de hombros con la pregunta sobre el sentido global del mundo. El imperativo moral rezaba "ser útil" (utilitarismo), mientras la utilidad se restringía a los bienes materiales (medios), y el progreso al aumento del rendimiento: división del trabajo, industrialización. El beneficio: nuestro nivel de vida. El precio: la pérdida de la fiesta (las fiestas no son "útiles", sino costosas), la renuncia a la orientación colectiva llena de sentido, con la lenta y sigilosa liquidación del equilibrio entre realización individual con significado y disposición para el esfuerzo (alienación: trabajo = carga).
En los últimos veinte años ha penetrado en la conciencia pública la opinión de que el trabajo es necesario para la realización personal. Sorpresa. El hecho de que ahora esté incluido en todos los programas de los partidos tiene su fundamento en una paradoja: la exigencia ritual de reducir la jornada laboral tropieza con la constatación de que el total cumplimiento de esa exigencia, en el marco del desempleo que ha alcanzado de lleno a nuestra sociedad, se percibe como el problema social más importante. De acuerdo. Tales sorpresas salvan el paso de la sociedad industrial a la que Daniel Bell llama "posindustrial" o, podríamos decir, sociedad mediática, sociedad de la comunicación, sociedad de las sensaciones o sociedad del tiempo libre. No sabemos en qué acabará esto.
La expresión "tiempo libre" surge de la sociedad del trabajo. En ella toda la vida estaba condicionada por el trabajo. Eso justifica su nombre. El ocio era el tiempo de no trabajo. Pero estaba completamente supeditado al trabajo; en el ocio surgían las fuerzas para regenerar el trabajo. Si tomo en serio la expresión "sociedad del tiempo libre", no agoto su significado pensando que hoy realmente trabajamos menos tiempo. La sociedad del tiempo libre más bien significa que las expectativas que depositamos en el mayor tiempo libre (el valor de la sensación, la autorrealización, la creatividad) se trasladan a nuestro trabajo.
Mi clasificación de las épocas según la finalidad del trabajo es: a) según el sentido de la fiesta (hasta el barroco, siglo XVIII); b) como fin en sí mismo (sociedad burguesa del trabajo, desde el siglo XIX hasta mediado el XX); Y c) como medio para la autorrealización y la obtención de sensaciones (sociedad de los medios de comunicación y del tiempo libre, desde mediados del XX). ¿Se trata sólo de un constructo teórico?
Pienso que todo esto queda patente al proponer tres ciudades típicas para esas épocas: Salzburg, Liverpool y Hollywood.
Hans Thomas
Ciao.
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