sábado, 25 de enero de 2014

La buena conciencia



"Pero a quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar". (Mt 18,6).


A la inmensa mayoría de los mortales nos interesa estar en paz con nuestra conciencia: Por eso no nos interesa ser malos, sino buenos. Vence el mal con el bien (cf. Rm 12, 21), nos dice san Pablo. Pero… ¿Y eso cómo se hace?

Pues cada vez más a menudo se hace convirtiendo el mal en bien. Proclamando que el mal que a uno le apetece hacer, es un bien. La lista de males convertidos en bienes, es cada vez más larga… y más estremecedora.
Por la ley del plano inclinado, pronostiqué ya hace tiempo que los siguientes movimientos de cohonestación de males proclamándolos bienes, eran la pederastia y el incesto. Naturalmente que se trataba de proclamas meramente especulativas, movidas no por la expectativa (puesto que me costaba un montón creerme eso), sino por el razonamiento. Pero he aquí que ya está abriéndose paso este fatal vaticinio.

Hace unos días me desayunaba con un artículo de Religión en Libertad titulado: “Pasos en todo el mundo para legitimar la pederastia: Holanda, EEUU, Inglaterra…”
De eso se trata pues, de darles ese barniz de bondad a nuestras maldades. No sólo porque nos gusta más a casi todos el papel de buenos que el de malos; sino también porque el índice de aceptación que conseguimos ante los demás, es mucho mayor si vamos de buenos, que si damos la imagen de malos. Los pederastas, los violadores, los aborteros, los ladrones, los asesinos, se sienten más a gusto si, a base de trucos ideológicos, convertimos en buenas y santas sus malas acciones.

¡Qué suerte –piensan muchos- poder dar pábulo a todas las pasiones sin tener que sufrir por ello el castigo de la mala conciencia! Y es justamente a eso a lo que se dedican filósofos, psicólogos, sociólogos y hasta teólogos: A procurarles buena conciencia a todos esos malhechores.
Y como la base de tan elástica buena conciencia es el relativismo moral (cada uno tiene sus propios valores, su propia moral, su propia conciencia); y es buena persona quien se comporta de acuerdo con su conciencia, pues ahí tenemos que de aquí a muy poco los pederastas pasarán a engrosar el elenco de las buenas personas, cuya opción conductual deberíamos respetar por ser tan legítima como la de todos los demás; y sería merecedora de una especial protección, por tratarse de una minoría víctima del rechazo de la sociedad.

Eso y no otra cosa es el relativismo moral: Las cosas y las conductas son buenas o malas no por sí mismas, sino porque yo decido que lo sean en “el momento cultural” en el que me toca vivir.  Pero teniendo siempre como referente último la conciencia de cada uno, que tampoco necesita al aval de una conciencia colectiva. Lo único que se necesita es que cada uno viva conforme a sus convicciones, sean las que sean. Y encima, esa misma doctrina del relativismo moral nos advierte de que nadie tiene derecho a juzgar la conciencia y por tanto la conducta de nadie. Es la versión académica de to er mundo é güeno. La versión que hoy les ha dado a tantos por tomársela en serio y difundirla como moneda de curso legal.

Es que ciertamente cuesta mucho aceptar que la gente sea mala. Uno preferiría creer que obran de buena fe. Y que el inconveniente está en que su conciencia no es recta: Y por tanto tampoco puede ser recta su conducta. Es decir, que no es la maldad lo que les empuja a obrar mal, sino el error. El que es racista o es nazi o de cualquier otra categoría con nota de infamia y obra en consecuencia con su ideología, no merecería ser condenado entonces (bueno, ¡ni tan siquiera juzgado!), porque obra en conciencia.
Eso es lo que afirmaba en el fondo Hannah Arendt cuando siguió el proceso penal de un oficial de las SS en su libro Eichmann en Jerusalén. El pobre criminal era sólo una víctima de su propia irreflexión; porque conciencia, lo que se dice conciencia, no la tenía, según la filósofa judía.

La maldad está en las ideas, evidentemente. O en no tenerlas, como en el caso de Eichmann, que simplemente seguía la corriente de la cultura contemporánea de entonces. Pero los hay de un trato tan exquisito y de una conciencia tan delicada, que no sólo no condenan a las personas que se comportan conforme a esas doctrinas, sino que tampoco se atreven a condenar las doctrinas, porque entienden que ésa es una forma indirecta de condenar a las personas.
Cada uno tendría pues su propia idea del Bien y del Mal y debería elegir seguir el Bien y combatir el Mal tal como él los concibe. Y quien elige la idea del Bien y del Mal expresadas en el Evangelio, se situaría en “su propia idea del Bien y del Mal”, tan legítima y atendible como la de cualquier otro. Es el broche de oro del relativismo moral. Un relativismo que olvida que sólo la referencia a la Verdad (cf. Jn 14,6) indica dónde está el Bien, para realizarlo y el Mal, para evitarlo.
Nadie está exonerado de la grave obligación de formarse una conciencia recta. La ley con la que la recta conciencia debe conformarse es la ley objetiva natural -inscrita en el corazón de cada hombre- y la ley sobrenatural, la revelada por Dios en Jesucristo. Pero una vez adquirida la recta conciencia es necesario afinarla, como las cuerdas de un violín, para que no se afloje. Se le ha de sacar brillo, siempre con el ejercicio continuo, para que el tiempo y el pecado no la cubran de polvo.

Humanos como somos, creados a imagen de Dios, podemos reconocer el Bien y desearlo. Todos queremos vivir con buena conciencia, aunque objetivamente sea errónea: A nadie le gusta vivir equivocado. Por eso, el “cristiano” que se haya situado en la homosexualidad por cualquier motivo, se esforzará en darle la vuelta a la teología y a la moral católicas, haciendo una ingeniosa relectura de la Biblia y de la Doctrina, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia hasta conseguir incluso un Cristo “homosexual”: Ejemplo, luz y guía de los homosexuales, que les permite, por fin, hacer su vida con buena conciencia. También para la esclavitud de los negros se encontraron las más variadas excusas para fabricar y mantener la buena conciencia de sus explotadores: Que si no eran humanos, que si les faltaba el alma… y así hasta casi el siglo XX, como en el caso de Cuba y sus catolicísimos gobernantes de entonces.

Era absolutamente inimaginable antes del Concilio Vaticano II que esto pudiera llegar a producirse: que encontrara tan buen acomodo en la Iglesia esta “buena conciencia”. Tan buen acomodo, que quienes no son directamente promotores de este nuevo género de “buena conciencia cristiana”, se inhiben y en todo caso remiten a la doctrina tradicional de la Iglesia: pero sin explicitarla ni airearla. Por no perturbar esas buenas conciencias.

Por eso es todavía inimaginable hoy que el mundo esté dando los primeros pasos firmes hacia la despenalización primero, la legalización luego y finalmente la cohonestación moral de la pederastia; es hoy inimaginable, digo, que se llegue a hacer una “lectura” pederasta del Evangelio, igual que se ha hecho una lectura homosexual. La primera que caerá será la frase de Jesús que dice: “Dejad que los niños se acerquen a mí”. Ya se está abriendo el camino… La pederastia está de hecho despenalizada: A pesar de ser una plaga, son poquísimos los casos que pasan por los tribunales -curas aparte-, y la mayoría salen semiabsueltos.

Tenemos estos días, como botón de muestra, la sentencia de la Corte Suprema de Italia, que prácticamente absuelve a un hombre de 60 años que mantuvo múltiples relaciones sexuales completas con una niña de 11 años, alegando que existía entre ambos una “relación amorosa”. Una puerta abierta de par en par a la pederastia, puesto que ésta se da casi siempre en el entorno de “una cierta relación amorosa” propiciada obviamente por el adulto por los métodos que sea. De lo contrario nos encontraríamos ante un delito de violación. En fin, que lo califica de “caso de menor gravedad”. Entonces, si eso se da entre un padre y un hijo o una hija, el tribunal condecorará al padre por el quantum de amor sobre el que ha construido esa relación. ¡Vivir para ver!

Quiero entender, y esto no es un acto de cinismo, sino de misericordia, que en el trasfondo de los abusos a menores que se han producido en la Iglesia, debía planear de algún modo la buena conciencia resultante de entender la pederastia como una inclinación sexual tan legítima como todas los demás, según la Asociación Americana de Psiquiatría (APA); y sus actos, valorables uno a uno en razón del daño (o en su caso, ¡del bien!) que le resulte de ello a la criatura víctima de esos amores tan “legítimos”. ¡Ahí está el juez italiano! Digo que prefiero creer en ese intrincado laberinto de erróneas “justificaciones” de psicologías enfermas (es decir, de calificación de esos actos como “justos”). Prefiero eso, que aceptar que haya -sobre todo en la Iglesia- esos incomprensibles abismos de maldad.

Pero eso no impide en absoluto que yo tenga toda la legitimidad para creer que esos actos que mi prójimo ha conseguido representarse como buenos (porque tenía necesidad imperiosa de que así fuese), yo los considere tan intrínsecamente malos, que no sólo me los prohíba a mí mismo, sino que haga todo lo posible por convencer a mi prójimo (al que me propongo amar como a mí mismo) de que eso que él se ha figurado como bueno, es intrínsecamente malo. Porque, si bien pudiera ser cierto que cada uno tuviese su propia idea del Bien y del Mal, y debiese elegir seguir el Bien y combatir el Mal tal como él lo concibiese… Si bien pudiera ser cierto eso, no decae en absoluto mi obligación moral de hacerle partícipe de mi propia idea del Bien y del Mal, y de estimularle a beber de las mismas fuentes de las que yo he bebido esa idea: de la Cruz de Cristo “donde el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gal 6, 14).  Es a lo que me obliga mi buena conciencia.

Custodio Ballester Bielsa, pbro.
www.sacerdotesporlavida.es

Ciao.

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