domingo, 12 de enero de 2014

La Gratuidad


Hay otro elemento todavía más escandaloso que el absurdo de la debilidad, y es la gratuidad. Aquí Dios hila más fino para destruir la soberbia del yo humano. Con la cruz pone a prueba y denuncia la soberbia del pagano, con la gratuidad la del que cree que tiene a Dios.
La gratuidad entra hasta la raíz de la autonomía humana, retuerce la soberbia y es más subversiva que el absurdo, la necesidad o la debilidad.
Adán y Eva, que somos tú y yo, queremos ser como dioses, hacerlo todo por nosotros, ser protagonistas, incluso de nuestra propia salvación. Pues bien, Dios destruye nuestras pretensiones regalándolo todo.
No podemos perder la perspectiva. San Pablo, en los comienzos de la Carta a los Romanos, proclama: Yo no me avergüenzo del evangelio. ¿De qué evangelio? Del de la gratuidad.
Escribe la carta en medio del fragor de la lucha contra los que querían imponer el cumplimiento de la Ley mosaica como base de la piedad cristiana. Pablo se coloca en contra de esta pretensión con todas sus fuerzas. Nos dirá que Dios no nos justifica ni por el cumplimiento de la Ley mosaica ni de ninguna otra ley. Es más, nada que el hombre pueda hacer desde si mismo le va a justificar delante de Dios.
La justificación viene de arriba, a través de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, donde han sido clavadas y vencidas nuestras muertes y pecados.
Sobre esta tesis San Pablo montará la más bella teología de la gratuidad que se ha hecho nunca. Sin embargo, a pesar de lo bien que suena al oído este mensaje, la realidad es muy otra.
En una ocasión hablaba con un hombre de setenta años que me decía:
- Yo no he recibido nada de nadie, ni siquiera lo heredado.
- ¿Y eso? Le repliqué.
- Porque mis padres se murieron cuando yo tenía veinte años y para recibir la parte que me tocaba de la herencia tuve que entablar un pleito que me desfondó. Desde ahí he tenido que construirme la vida paso a paso y con gran esfuerzo.
A este hombre le caía extraño el hecho mismo de hablar de gratuidad. Ya de por sí, sin necesidad de ningún trauma, cualquiera de nosotros se siente humillado cuando se lo dan todo hecho. Uno se siente subestimado si depende de la benevolencia de los demás.
En nuestros genes está inscrita la ley de la justificación personal mediante nuestro esfuerzo: “Yo me trabajo mi vida y no quiero ayuda de nadie”.
Es cierto que en las cosas humanas tenemos la responsabilidad de ganarnos la vida. Para eso se nos ha dado una inteligencia y una voluntad.
Debemos educarnos, entrenarnos, hacer esfuerzos necesarios para alcanzar nuestras metas. El yo humano tiene que ser cultivado y fortalecido para que pueda tomar las riendas de la propia vida, so pena de transformarte en un ser inútil y sin fuste.
La gracia no sustituye a la naturaleza y a sus exigencias y compromisos naturales. Ahora bien, esta ley humana no puede ser transferida a nuestra relación con Dios.
A Dios no se llega con ninguna clase de educación, entrenamiento o esfuerzo. No se le conquista con obras, méritos o sacrificios. Dios se regala. Por lo tanto, o lo acoges o nunca llegará a intimar con él. No se deja poseer ni manipular por nuestras bondades, riquezas o buenas obras.
Nada nos justifica delante de Él. Tenemos que asumir nuestra pobreza y radical impotencia.
Si no fuera así pronto haríamos de Dios una propiedad personal. El Espíritu Santo tiene que iluminar esta pobreza para que la puedas integrar en tu proceso de salvación. Si no asumes que tienes que recibirlo todo, no descubres nada, no conoces a Dios, te justificas a ti mismo.
Esta experiencia de pobreza, de pecado, de impotencia es santa. No es un principio de condenación sino de salvación.
Desde ahí se puede orar y clamar: “Señor, dame tu don, tu gracia, tu Santo Espíritu”. 

Chus Villarroel, O.P.

Ciao.

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