miércoles, 28 de mayo de 2014

Orar en y con nuestros actos



El problema de la oración y de la acción se plantea una y otra vez, constantemente.
Para muchos parece existir una oposición entre ambas, ya que la oración va siempre unida al silencio y al apartamiento de la actividad. Es cierto que los tiempos de oración requieren tranquilidad. Por
eso nos dice Cristo que nos retiremos a nuestra habitación y cerremos la puerta cuando oremos.
Pero extremando las cosas, la oración se convertiría en un ejercicio que no puede prescindir del silencio y la soledad, como si Dios no pudiera hallarse en medio de la actividad de la calle o de la algarabía de los quehaceres.

Ya he dicho que hay que reservar todos los días un tiempo de silencio y soledad para la oración, pero ese tiempo ha de ayudarnos encontrar a Dios a lo largo de todo el día.
No hay que pensar que esta unión con Dios hallada en la soledad
sea como una preciosa provisión que las ocupaciones del día van agotando poco a poco hasta dejarnos por la noche con las manos vacías.
Este tiempo de oración ha de acostumbrarnos a encontrar a Dios tanto en la actividad como en el descanso, en el ruido como en el silencio.

La esencia de la oración no es el silencio, sino el amor, ya que se trata de la atención a la relación que nos une con Dios.
Ahora bien, el amor que se dice en la intimidad del corazón, se manifiesta igualmente en los actos.
Nuestra manera de vivir, de trabajar, de dedicarnos a las cosas, es
la manifestación del amor que nos anima. Sólo lo que hacemos por egoísmo, por maldad, o lo que no hacemos y deberíamos hacer, son sumandos negativos en la gran cuenta de nuestra vida.
Pero toda nuestra vida es toda ella relación con Dios, incluso en los compromisos temporales más arduos.
Aceptar actuar y trabajar en las condiciones concretas de nuestra existencia humana, es aceptar la relación con Dios dentro de la realización que Él se propone llevar a cabo en este mundo.
Lo que perfecciona a la humanidad es la obra conjunta entre Dios y el hombre: De Dios, en el fondo, en su sustancia, y del hombre, por su
actuación y ordenamiento.
Cualquier acto mío no puede serlo más que dentro de una relación con Dios, en orden a la realización de un inmenso designio que me sobrepasa y del que yo veo sólo lo que afecta a mi existencia.
Si yo entro en esa comunidad de acción con Dios, mis acciones y mi
vida entera son oración.

El peligro está en perder de vista las grandes perspectivas de la acción y reducirlas a dimensiones humanas. Por eso hemos de distanciarnos un tanto para tomar perspectiva y resituar todo dentro
de la inmensa visión del plan divino.
Veremos, entonces, más claramente cómo el universo está suspendido de Dios y está vivificado fibra a fibra por su Espíritu. Pero este Espíritu ilumina tanto en la acción como en el descanso, ya que Dios no tiene preferencias por ninguno de los dos. El es en todo el que da a las cosas el ser y el obrar.

Dios manifiesta su presencia a aquel que ora en silencio, y le atrae de este mundo a lo más profundo de Sí mismo hasta dejarle inerte y aparentemente sin vida.
Pero esta misma presencia se revela también como la vida de todas las cosas, y precisamente el hombre se ve investido y animado
de esa presencia cuando está con los ojos bien abiertos, aguzados por la fuerza de la acción.
Dios nos concede realizar actos llenos de la transparencia de la acción divina.
En ellos comulgamos con el poder creador de Dios. Ese Dios a quien captamos en su momento como presencia, le captamos ahora como pura acción dentro de los límites de nuestra actividad.

¿Por qué no ejercitarnos humildemente en reconocer esta presencia activa de Dios en el universo y en todos nuestros actos? Mientras no alcancemos esta visión interior, no habremos conseguido la perfección de la unión en la acción, y nuestra acción no se habrá dilatado como oración.

Tenemos unas veces que actuar y otras que descansar, porque somos seres limitados cuya naturaleza profunda se expresa en la alternancia.
Pero estamos persuadidos de que la acción llevada a cabo en Dios, en estado de unión con El, es decir, en estado de oración perfecta, es a la vez descanso absoluto y total actividad. El descanso es acción y la acción, descanso.
El que ora perdido en Dios, actúa en el mundo con una prodigiosa intensidad.
El santo que se ve absorbido en la más desbordante actividad, está siempre en su centro, en Dios, inmóvil y tranquilo.

No se diga que eso es proponer un ideal demasiado alto para aquel que quiere «orar». Paso a paso, los que son humildes llegan a ello, porque ya desde el comienzo, Cristo y el Espíritu se hacen cargo de ellos.
Se necesita un poco de práctica —menos de lo que se piensa— pero mucha fe y amor, mucho más de lo que está uno dispuesto
a comprometer en esta gran aventura.

Todavía habría que decir muchas cosas para explicar lo que puede ser la práctica de la oración.
Pero los puntos aquí tratados bastarán para iluminar a los buscadores de Dios.
La tercera parte de esta obra ampliará más aún los horizontes de la oración, aunque sin pretender se olvide que es la práctica humilde la que lleva a la comprensión de las palabras de Cristo.

Yves Ranguin, SJ

Ciao.

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