domingo, 3 de abril de 2016

Entreguémonos totalmente desde nuestra imperfección



En esta vida que Dios nos regala es muy importante hacer buen uso de nuestros talentos. Recibimos muchos dones, muchas capacidades y muchos carismas. Pero muchas veces no los explotamos, no los utilizamos para amar más y mejor; para ser más santos, para ser más de Dios. Muchas veces los usamos egoístamente para nuestro bien, sin entregarlos a los demás.
La gran tentación es no invertir en nada por el temor al fracaso. Y, para evitar el fracaso, no arriesgamos.
Sin embargo, el que se despoja es el que multiplica sus talentos. El que arriesga lo suyo, comparte lo suyo y regala lo que es, es el que recibe en abundancia.
Muchas personas perfeccionistas terminan por postergar sus acciones, como medida de autoprotección; así, si no hago, no me equivoco. Sin embargo, lo importante es estar en movimiento, intentar lo que nos proponemos aunque fallemos; y aprendiendo de nuestros errores, volverlo a intentar. Lo importante es no dejar de intentarlo por temor a no estar a la altura. Dejamos de estar a la altura cuando lo dejamos de intentar.
La tendencia al perfeccionismo nos lleva a querer hacer todas las cosas de forma perfecta y si no es así, no las hacemos; nos quedamos en la inacción. Nos asusta el fracaso. El miedo al fracaso es muy común, mucho más común de lo que quisiéramos. Nos lleva a no arriesgarnos, para no cometer errores. Así acabamos enterrando nuestro talento bajo la tierra; pensamos que, al no usarlo, no se pierde. Lo guardamos celosos para que no se pierda y devolvérselo íntegro a Dios. Pero es como el agua estancada, que no sirve para nada. Actuando de esta manera los dones que Dios nos regala se quedan inertes; como la luz escondida debajo del celemín, que no ilumina ningún camino.
¿Cómo invertimos los talentos que Dios nos ha dado, qué dones tengo que aún no he puesto al servicio de la vida? Muchos, la vida nos los va mostrando nuestros talentos y nuestras capacidades a medida que caminamos.
Somos importantes para Dios; Él tiene una misión para nosotros. Tenemos que poner nuestros talentos en acción, aunque, a veces, no nos lleven por el camino que nos gustaría seguir, sino por otros que tenemos que seguir.
Parece evidente que donde está nuestra fuerza está nuestro camino.
Si tenemos un don para curar, seguramente nuestra misión tendrá que ver con los enfermos. Si tenemos un don para educar, es muy probable el cumplimiento de nuestra misión tenga que ver con la educación. Pero hay ocasiones en las que nuestra debilidad, nuestras heridas, son las que marcan el camino a seguir. Que el camino pasa, precisamente, por esos momentos de nuestra historia difíciles de asumir y aceptar. Nuestras heridas se convierten en las huellas que tenemos que seguir para realizar nuestra misión. Así son los renglones torcidos de Dios; el camino al que nos llama. Así es la vida muchas veces. Dios nos educa desde nuestra indigencia- Nos pide lo que no tenemos y hace de nuestra limitación un camino de salvación. Nuestras debilidades, que tantas veces rechazamos, son el camino de nuestra salvación. En la debilidad, que es lo contrario a un talento, que es una carencia, que es ausencia de un bien, se encuentra nuestra plenitud. Es el camino que Dios nos muestra para que nuestra vida sea fecunda.
Debemos, pues, arriesgarnos y entregarnos hacia aquello que pretendemos obtener o conseguir; ya sea estudiar, solicitar un trabajo o arriesgarnos en el amor. Debemos luchar por lo que deseamos, aun a riesgo de fracasar. Porque Dios, en nuestra debilidad, nos soporta, nos ayuda y nos lleva a la plenitud.

(AB. Meditaciones)

Ciao.



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