miércoles, 19 de octubre de 2016

Llorar...



En algún momento a todos nos ha tocado llorar. En la soledad de tu cuarto o en compañía de quien te importa, sin poder evitarlo o porque necesitas desahogar.
Lágrimas calladas, desbordantes, peleadas, valientes, contenidas, desarmadas. Lágrimas que escuecen o empapan, tramposas, sinceras y también otras que no fuimos capaces de llorar.
Hay unas «lágrimas de reacción». Aquellas que soltamos –o se nos escapan– ante las cosas que nos pasan. Pueden ser de cansancio o pasión; de fracaso, rabia o tristeza; de impotencia, miedo, alegría o liberación. Miran al pasado y, al hacerlo, nos ayudan a entender cómo somos, lo que nos importa, qué queremos decir cuando no sabemos hablar.
Además, hay otras «lágrimas de consolación». Las que brotan cuando nos sentimos lanzados a amar, las que nos conmueven al mirar a los hermanos, las de enamorarnos de Jesús. Son lágrimas que nos hablan de cómo es Dios, de lo que le importamos, de lo que incombustiblemente nos quiere decir. Y ponen nuestros ojos en el futuro, nos inflaman, nos llenan de paz [cf. 316].

Espiritualidad Ignaciana

Ciao.

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