domingo, 11 de marzo de 2018

El Evangelio domesticado


Muchas veces descartamos textos evangélicos que nos resultan difíciles de comprender. Por ejemplo: Que lo que hacemos a los pobres, se lo hacemos a Jesús, que a los pequeños les han sido revelados los misterios del Reino ocultados a los sabios y prudentes, que en el Magnificat se diga que Dios ha derribado del solio a los poderosos y exaltado a los humildes, que en las bienaventuranzas se proclame que los pobres son felices y se lance un ¡Ay a los ricos!, que Dios prefiera la misericordia a los sacrificios… Incluso nos parece correcto que el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo no quisiese participar del banquete festivo.

Tampoco nos convence escuchar que hemos de cargar con la cruz cada día y más bien sintonizamos con Pedro cuando se niega a aceptar la pasión de Jesús. No nos gusta escuchar que hemos de nacer de nuevo, ni acabamos de entender eso de que Dios mora en nosotros, ni aquello de que donde haya dos o tres reunidos en su nombre, él está presente. Tampoco nos hemos tomado en serio lo de no llamar a nadie padre ni maestro, pues llamamos padre a los sacerdotes, excelencia a los obispos, eminencia a los cardenales y santidad al Papa. Tampoco nos gusta en absoluto escuchar que hemos de estar vigilantes, porque el Señor vendrá cuando menos lo pensemos. Y eso de la resurrección nos resulta tan extraño que preferimos pensar que el alma es inmortal, como decían los filósofos griegos y los sabios romanos.

A muchos varones escandaliza que unas mujeres ungieran los pies de Jesús con perfumes y lágrimas, que la hemorroísa le tocase el fleco del manto y que una mujer sirofenicia  hiciese cambiar de planes al mismo Jesús. Tampoco gusta que Jesús se apareciera primero a las mujeres y que les encargase  anunciar la resurrección a los discípulos.

En resumen, vamos acomodando el evangelio a nuestro estilo de vida, mundanizamos la Iglesia, vivimos un cristianismo burgués, sin cruz ni resurrección, con una religión a la carta. Domesticamos el evangelio, lo mutilamos, lo acomodamos y lo volvemos políticamente correcto. Hemos transformado la Navidad en la fiesta del consumo. La sal ha perdido su sabor, nos hemos convertido en piadosos fariseos que cumplen ritos y normas exteriores, la fe se reduce a una especie de bechamel que cubre por fuera pero no transforma la vida. ¿Nos extrañará que muchos jóvenes y no jóvenes, hombres y mujeres, se alejen de este estilo de Iglesia? ¿Resulta raro que el Papa Francisco hable de reformar la Iglesia? No podemos extinguir el fuego del Espíritu.

Victor Codina

Ciao.

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