jueves, 29 de marzo de 2018

La "Semana Santa" de nuestras vidas



FE Y VIDA, SEMANA SANTA, SENTIDO DEL DOLOR

Toda vida es una Semana Santa, con entradas triunfantes, cruces y Resurrección.

La contradictoria realidad de un Jesús que el domingo es recibido por centenares de personas que lo vitorean y reconocen públicamente como Rey y Mesías; para que, cinco días más tarde, todos esos que se animaban a hablar de Él en público, a acompañarlo y festejarlo, lo nieguen, se esconden, lo ignoran, y se callen.
Hoy en día, ¿Repetimos la misma historia? No sé como será en tu ciudad, pero en la mía y en la inmensa mayoría de las ciudades de mi país (Chile), el Domingo de Ramos es una celebración masiva. No solo es un éxito estadístico para las  parroquias atiborradas de feligreses que hacen todos sus esfuerzos técnicos para recibir a tal cantidad de creyentes, sino que también los vendedores de “ramitos” hacen de las suyas, ofreciendo su producto cual souvenir religioso, imperdible, vital, litúrgicamente obligatorio.

El Domingo de Ramos se invita a que se haga una procesión, desde el lugar donde se bendicen los ramos (generalmente un lugar público) y donde se recuerda la gloriosa y triunfante entrada de Jesús a Jerusalén; hasta el templo, donde se realiza la Eucaristía del domingo en donde se lee la pasión de Cristo. Familias completas acuden a esta fiesta, hasta los niños van y mueven sus ramitos, lo hemos visto, pues la fe, junto con ser una experiencia personal, también es una experiencia cultural, propia de nuestros pueblos, por lo que muchas familias (aunque no vayan a Misa en todo el año) no se pierden ésta, pues es sumamente necesario que una familia católica tenga “el ramito bendecido” en casa.

Pero no es la única procesión de la semana. El Viernes Santo, el día más doloroso del año litúrgico, sin Eucaristía, se apaga la lámpara que todo el resto del año titila junto al Sagrario.
Sin fiesta ni alegría, también se invita a realizar una procesión, también por las calles o en un lugar público, (tal como el domingo). Acompañamos el camino del condenado a muerte, del torturado, del humillado. Caminamos sus pasos, intentamos comprender sus dolores y  llenamos el corazón de agradecimiento, de contrición; porque cuesta dimensionar su amor expresado en todo eso que ha experimentado voluntariamente. Pero algo ocurre con la inmensa feligresía que llenaba hasta el último pasillo del templo el domingo. Ya no se ven niños, son pocas las familias, más bien vemos personas solas (en su mayoría adultos mayores) que con mirada solemne, avergonzada, cabizbaja, a paso arrastrado, meditan cada estación con dolor. Dolor por el Señor torturado, dolor por su amor inmerecido, dolor porque la procesión podría ser más grande, dolor por la vergüenza que siente al ver que su pueblo que ha vuelto a negar a su Señor. Yo mismo he sentido ese dolor. Ese nudo en la garganta porque las voces apenas dan para entonar alguna famélica canción, porque al final de la procesión la gente no medita, conversa, se distrae, opina cuál estación es más linda o si el sistema de audio es malo y no se escucha nada. Mucho más escueto es el grupo, si la procesión se hace de noche, en un día frío.

Yo no tengo claro qué es lo que ocurre aquí. Seguro necesitamos que sociólogos y antropólogos que nos expliquen el fenómeno. Quizás se van de vacaciones aprovechando el feriado, quizás el almuerzo rico en pescados y mariscos, más la mezcla con vino blanco tan propia de la “abstinencia” de Viernes Santo en Latinoamérica, dejó a más de algún creyente con pocas energías para caminar.
Quizás la programación televisiva cargada a las historias bíblicas, estaba más entretenida que vivir en carne propia esas mismas historias. Quizás escapamos del dolor y de la culpa de sentir que al que van a crucificar está así por causa mía. Quizás sea todo eso o quizás nada de eso.

Lo que sí sé, es que este fenómeno cultural de Semana Santa lo repetimos en otros momentos del año. Nos gustan los Domingos de Ramos, pero nos incomodan los Viernes Santos.

1. Prefiero a un Jesús victorioso y con poder.
Es natural, de cada diez veces que miramos al cielo, seguro que nueve son para pedir ayuda. Nos gusta un Dios resolutivo, capaz, poderoso, que tenga nuestras vidas en sus manos. Alguien de confianza. Qué incómodo creer en un Dios que experimenta dolor, que sufre, que fracasa, que es abandonado por sus amigos. Un Dios que muere.
Entonces muchas veces, sin quererlo, editamos el Evangelio de esa misma forma al momento de vivir nuestra vida.
Nos gusta creer que los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas como las águilas (cf Isaías 40, 31) o que si creemos todo es posible (cf Marcos 9, 23). Nos apasiona la idea de que para los hombres es imposible mas para Dios todo es posible (cf Mateo19, 26). Pero pocas veces nos hacemos camisetas con los versículos que hablan de morir a nosotros mismos, de incomodarnos, de abrazar la cruz.
Nos gusta leer las historias de las primeras comunidades, que a la sombra de Pedro se sanaban los enfermos (cf Hechos 5, 15) y que cada vez que se predica a Jesús se convierten miles a la fe. Pero olvidamos que la mayoría de los discípulos experimentaron el sufrimiento, la tortura, la soledad y la muerte.

2. Yo lo escupí, yo lo insulté, yo lo negué; y lo sigo haciendo.
Nacimos después de Cristo, es cierto, pero cada paso que caminamos hoy es un paso afectado por su Salvación, y cada tropezón que damos es una zancadilla en su camino al Calvario. Hablo por mi. Yo lo escupí, yo me reí en su cara, yo blasfemé en su contra. Lo he mirado con desprecio al ver su rostro deforme y he sacado cuentas con avaricia al mirar su túnica hecha de una sola pieza. Yo estuve ahí.
Aunque las metidas de patas son de ahora, dolieron ahí, golpearon ahí, mataron ahí. Y ya no quiero más. Quiero dejar de ser uno de los morbosos que se acercaba tentado por el circo de sangre que montaron los romanos, mas, quiero ser como la Verónica y enjugar su rostro. Que mi vida, hoy dos mil años después, deje de ser ese acero del martillo que golpeaba sus clavos más y más adentro de sus manos y sus pies. Ya no quiero ser más responsable de la muerte de un hombre inocente.

3. Mi vida es Domingo de Ramos, Viernes Santo y Domingo de Resurrección.
La vida no es solo Domingo de Ramos. Es una ilusión infantil pensar que todo consiste en cantar alegremente y esperar a que se me reciba con alabanzas en cada lugar que llegue.
Toda vida es una Semana Santa, con entradas triunfantes, caminos de Cruz y calvario, y Domingos de Resurrección. Querer pasar de la entrada gloriosa a la resurrección (sin pasar por la Cruz) tiene más que ver con la magia que con la fe.

Contemplemos entonces, el regalo de la vida cristiana no como un castigo o una resignada forma de ganarse el cielo a costa de sufrimientos y duras pruebas, sino como la oportunidad de imitar el paso de Jesús por la tierra, con amigos, sufrimientos, milagros, soledad, con días llenos de fe y otros de desierto y duda, con traiciones y nuevos y mejores amigos.

Que el vivir el Domingo de Ramos, sea una expresión de abrazo amoroso a Jesús, un abrazo de bienvenida en donde podamos aprovechar para decirle al oído: «Gracias por venir al Jerusalén de mi vida, sé lo que vas a hacer por mi esta semana, por eso he venido a recibirte» y que sigamos sus pasos durante estos días, cenando junto a Él y sus discípulos, acompañándolo en Getsemaní, caminando la empinada cuesta hacia su muerte en Cruz y esperando en vela su gloriosa Resurrección.

Esperamos que te lleve a hacerte una pregunta: ¿Cómo viviré esta Semana Santa?

Sebastian Campos

Ciao.

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