Lo que sale de nuestra boca es importante. Todos los días elegimos con nuestras palabras en qué sentido queremos modificar la realidad. Aunque pensemos que algunas son rutinarias, ninguna es inocua.
Vivimos en una sociedad atiborrada de palabras. Aporofobia, selfie, zasca… Cada año se crean nuevas y otras cambian de significado o incorporan otro.
Somos parte de una comunidad en la que, normalmente, los hablantes prefieren tener razón a ser felices. Se escogen términos para quedar bien, para ocultar la propia debilidad, para devolver cuentas pendientes. En los negocios, la política o el fútbol se palpa a diario.
Gran parte de lo que sucede responde a palabras, ideas con un contenido discursivo. La palabra 'inmigrante', por ejemplo, lleva muchas detrás que la explican y buscan resolverla, porque es un problema por lo visto.
Alguna casi se ha olvidado: Abnegación, remolón, fantoche, rechupete…
La verdad es que nos la jugamos en las palabras que escogemos y pronunciamos. De ellas depende hacer la vida más llevadera y alegre a los de alrededor o convertir en bronca cada pequeño detalle. Es posible unirse al discurso generalizado o utilizarlas para cuidar de otros y hallar lo auténtico de las cosas.
San Ignacio decía que Dios, que es Trinidad, hablaba sobre salvar, sobre hacer redención del género humano. Eso implicaba rescatar a cada ser humano de la desesperación de la muerte para recordarle que lo último es una fiesta de vida. Pero lo que Jesucristo hizo vino precedido y apoyado por todo lo que dijo.
Ojalá, como hace Dios, disfrutemos del lenguaje para ensanchar espacios donde todos quepamos. Así, quizás, elijamos tener menos razón y ser más felices. Con la palabra el hombre superó a los animales, pero con el silencio se superó a sí mismo. Luego piensa qué quieres hacer con la oportunidad del habla y selecciona bien las palabras. Así, como dice Fito, «por la boca vivirá el pez».
Iñigo Alcaraz, SJ
Ciao.
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