viernes, 23 de octubre de 2020

Aceptación



Existen tres actitudes posibles frente a aquello de nuestra vida, de nuestra persona o de nuestras circunstancias, que nos desagrada o que consideramos negativo.
La primera es la rebelión: Es el caso de quien no se acepta a sí mismo y se rebela: Contra Dios que lo ha hecho así, contra la vida que permite tal o cual acontecimiento, contra la sociedad, etc.
La rebelión suele ser la primera reacción espontánea frente al sufrimiento.
El problema está en que no resuelve nada; por el contrario, no hace sino añadir un mal a otro mal y es fuente de desesperación, de violencia y de resentimiento.
Quizá cierto romanticismo literario haya hecho apología de la rebelión, pero basta un mínimo de sentido común para darse cuenta de que jamás se ha construido nada importante ni positivo a partir de la rebelión, ésta solamente aumenta y propaga más aún el mal que pretende remediar.
A la rebelión tal vez le suceda la resignación: Como me doy cuenta de que soy incapaz de cambiar tal situación o de cambiarme a mí mismo, termino por resignarme.
Al lado de la rebelión, la resignación puede representar cierto progreso, en la medida en que conduce a una actitud menos agresiva y más realista.
Sin embargo, es insuficiente, quizá sea una virtud filosófica, pero nunca cristiana, porque carece de esperanza. La resignación constituye una declaración de impotencia, sin más. Aunque puede ser una etapa necesaria, resulta estéril si se permanece en ella.
La actitud a la que conviene aspirar es la aceptación. Con respecto a la resignación, la aceptación implica una disposición interior muy diferente.
La aceptación me lleva a decir “sí” a una realidad percibida en un primer momento como negativa, porque dentro de mí se alza el presentimiento de que algo positivo acabará brotando de ella.
En este caso existe, pues, una perspectiva esperanzadora. Así, por ejemplo, puedo decir sí a lo que soy a pesar de mis fallos, porque me sé amado por Dios; porque confío en que el Señor es capaz de hacer cosas espléndidas con mis miserias.
Puedo decir sí a la realidad más ruin y más frustrante en el plano humano, porque -empleando la forma de expresarse de Santa Teresita de Lisieux- creo que el amor es tan poderoso que sabe sacar provecho de todo, del bien y del mal, que halla en mí.
La diferencia decisiva entre la resignación y la aceptación radica en que en esta última -incluso si la realidad objetiva en la que me encuentro no varía- la actitud del corazón es muy distinta, pues en el anidan ya -podríamos decir que en estado embrionario- las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad.
Aceptar mis miserias, por ejemplo, es confiar en Dios, que me ha creado tal y como soy.
Este acto de aceptación implica la existencia de fe en Dios, de confianza en Él y también de amor, pues confiar en alguien, ya es amarle.
A causa de esta presencia de la fe, la esperanza y la caridad, la aceptación cobra un valor, un alcance y una fecundidad muy grandes.
Porque, en cuanto hay algo de fe, de esperanza y de caridad, automáticamente hay también disponibilidad a la Gracia divina, hay acogida de esta Gracia y, más pronto o más tarde, hay efectos positivos.
La Gracia de Dios nunca se da en vano a quien la recibe, sino que resulta siempre extraordinariamente fecunda...

Jacques Philippe Monasterio de Sobrado

Ciao.

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