Es preciso que dejemos entrar a los demás en nuestra morada interior. Que acojamos con ternura al hermano o la hermana que nos solicita, que nos ejercitemos en la paciencia de quien se rinde a su invasión, aunque sea inoportuna, que le dejemos moverse con holgura por las habitaciones de nuestra alma.
El otro, los otros, nos habitan y nos colman de gozo, si sabemos darles cabida en los arcanos de nuestro corazón, en el centro de las expectativas y vivencias de la menguada existencia de la que disponemos.
El servicio humilde nos hace descubrir una capacidad de ser habitados que, a veces, nos desconcierta de tan enriquecedora como es. Poderles servir es el regalo mayor que los otros nos hacen, porque adelgazan nuestro propio yo, ensanchan hasta límites insospechados nuestro horizonte de expectativas, y nos pueblan con una fecundidad ignorada y sorprendente.
Sólo podremos construir la nueva casa en la que sólo Dios será objeto de adoración callada en nuestras ciudades, si lo hacemos en la sinceridad de corazón y en la autenticidad de nuestra vida. Una casa construida en falso, sobre arena, es susceptible de ser arrastrada por las lluvias y el vendaval. La roca sólida para la acogida fraterna no puede ser otra que la franqueza, esa virtud en la que nos sentimos con las espaldas cubiertas, al abrigo de la crítica y la maledicencia de los demás. La recompensa es la apertura de corazón para los que, seguros, se pueden poner en nuestras manos, sin que su fama vaya a sufrir, sin que nadie vaya a manosear su intimidad.
En un mundo en donde se manipula con los afectos de los pequeños, en donde nadie puede abandonarse a otro sin recelar la indiscreción o la crítica, en donde avanzamos mirando con sospecha a quien nos observa, temiendo el golpe artero en la honra o en la dignidad, debemos, con firmeza, reclamar la urgencia de confiar en las personas que nos rodean, de arroparles con la tranquilidad de que son estimables y tienen derecho a su buen nombre. Así es como podremos renovar la oportunidad de que el Señor habite en nuestro mundo.
Chema Montserrat
Ciao
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