Ante el nuevo tiempo de Cuaresma que nos aprestamos a vivir, en realidad lo que importa no es tanto el camino que debamos recorrer, sino los encuentros que hagamos en sus vueltas y revueltas. Lo que importa es la pregunta más urgente: En estos cuarenta días de caminar por el desierto ¿Voy a perderme si voy yo solo? ¿Hay alguien más que me saldrá al encuentro? ¿Dónde y cómo me sorprenderá? ¿Voy a dar algún rodeo para no encontrarme con él o con ella?
Antes de emprender el camino, antes de querer atravesar tantos pasos perdidos, es necesario agachar un poco la cabeza y recibir el perfume de nuestras cenizas. Tal y como Jesús nos recomienda en el Evangelio, no se trata de desfigurar nuestro rostro sino de dejarnos transfigurar. Se trata de recordar de qué hoguera somos hijos, cuánto de nosotros y también de otros se nos ha ido consumiendo entre las manos.
De la cabeza a los pies. Perfumarnos con el aroma de la humildad. Toda la aventura hacia la Pascua comenzará con este gesto de bajar la cabeza y nos conducirá, con el Maestro, a ponernos a los pies de los otros para lavárselos con el agua pura de su corazón. Ceñidos como él con la toalla del servicio humilde.
Nuestras cenizas tienen un valor muy diferente según su origen. La imagen de una mujer abatida ante el incendio intencionado de su casa y que ha perdido todas sus pertenencias, no es igual que las cenizas de una hoguera en la chimenea de la casa de campo. Cenizas ¿De qué? Esa es la cuestión.
Estas cenizas son un recordatorio de la fragilidad en la que nos movemos en la vida: Lo que hemos perdido, malgastado, arruinado, de la vida que se nos dio, de las hermanas y hermanos que nos quisieron. El amor de los otros que hemos quemado inútilmente, casi sin advertirlo.
La tierra quemada de nuestras indiferencias y de nuestras complicidades. Las ilusiones que no permitimos llegar a ser, propias o ajenas, las que debilitamos con la débil llama de nuestro desdén. Los pábilos humeantes que nos consentimos en apagar, la frágil y doliente caña cascada de tantos buenos deseos que dejamos apisonados junto a las piedras del camino.
De todo eso nos tenemos que revestir, eso es lo que cargamos sobre nuestras cabezas, que se inclinan con fingida humildad, ante el gesto sagrado. La suerte que tenemos es que se nos anuncia también un camino nuevo, se nos abre una calzada para recorrer, se despierta un fuego de la antigua hoguera de Pentecostés, aventadas por fin las cenizas de nuestro desencanto.
Las cenizas de nuestro deseo son el resto de un incendio. De un Pentecostés que nos inflamó el corazón aunque apenas queden unas brasas ocultas bajo la capa gris del hogar de nuestro corazón. Pero el Espíritu, que nos hizo arder, es el que también ahora sopla sobre ellas para resucitar el fuego antiguo, para alumbrar la llama de lo que parece imposible pero que nos es muy necesario.
Chema Montserrat
Ciao.
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