“¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?” (Lc 6, 41)
Jesús desciende de la montaña tras una noche de oración y elige a sus discípulos. Al llegar a una llanura les dirige un largo discurso que comienza con la proclamación de las Bienaventuranzas.
En el texto de Lucas, a diferencia del Evangelio de Mateo, son solo cuatro y se refieren a los pobres, los que tienen hambre, los que sufren y los afligidos, con el añadido de otras tantas advertencias a los ricos, los satisfechos y los arrogantes (Lc 6, 20-26). Jesús convierte esta predilección de Dios por los últimos en su misión cuando, en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 16-21), afirma que está lleno del Espíritu del Señor y que trae a los pobres la buena nueva, la liberación a los cautivos y la libertad a los oprimidos.
Luego continúa exhortando a sus discípulos a amar incluso a los enemigos (Lc 6, 27-35), un mensaje que encuentra su motivación última en el comportamiento del Padre celestial: “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso” (Lc 6, 36).
Esta afirmación es también el punto de partida de lo que sigue: “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados” (Lc 6, 37). Luego, Jesús amonesta mediante una imagen intencionadamente disparatada:
“¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?”.
Jesús conoce nuestro corazón de verdad. ¡Cuántas veces en la vida de todos los días hacemos esta triste experiencia! Es fácil criticar –y con rigor– errores y debilidades en un hermano o en una hermana, sin tener en cuenta que de ese modo nos atribuimos una prerrogativa que corresponde solo a Dios. La cuestión es que para «sacarnos la paja» del ojo nos hace falta esa humildad que nace de ser conscientes de que somos pecadores que necesitan continuamente del perdón de Dios. Solo quien tiene la valentía de darse cuenta de su propia «paja», de aquello de lo que tiene que convertirse, podrá entender sin juzgar y sin exagerar las fragilidades y flaquezas propias y de los demás.
Sin embargo, Jesús no invita a cerrar los ojos y dejar correr las cosas. Él quiere que sus seguidores se ayuden mutuamente a avanzar por el camino de una vida nueva. También el apóstol Pablo pide con insistencia que nos preocupemos de los demás: de corregir a los indisciplinados, confortar a los pusilánimes, sostener a los débiles y ser pacientes con todos (cf. 1 Ts 5, 14). Solo el amor es capaz de un servicio semejante.
“¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?”.
¿Cómo poner en práctica esta Palabra de Vida? Además de lo que ya hemos dicho, empezando por este tiempo de Cuaresma, podemos pedirle a Jesús que nos enseñe a ver a los demás como Él los ve, como Dios los ve. Y Dios ve con los ojos del corazón, porque su mirada es una mirada de amor. Luego, para ayudarnos mutuamente, podríamos restablecer una práctica que fue determinante para el primer grupo de chicas de los Focolares en Trento.
“En los inicios –cuenta Chiara Lubich a un grupo de amigos musulmanes– no siempre era fácil vivir la radicalidad del amor. […] También entre nosotras y en nuestras relaciones podía depositarse algo de polvo, y la unidad podía languidecer. Esto ocurría, por ejemplo, cuando nos dábamos cuenta de los defectos e imperfecciones de los demás y los juzgábamos, de modo que la corriente de amor recíproco se enfriaba. Para reaccionar ante esta situación se nos ocurrió un día sellar un pacto entre nosotras, y lo llamamos «pacto de misericordia». Decidimos, cada mañana, ver nuevo al prójimo con el que nos encontrásemos –en casa, en clase, en el trabajo, etc.– y no recordar en absoluto sus defectos, sino cubrirlo todo con el amor. […] Era un compromiso fuerte, que asumimos todas juntas y que nos ayudaba a ser siempre las primeras en amar, a imitación de Dios misericordioso, el cual perdona y olvida”.
Augusto Parody y equipo de Palabra de Vida
Ciao
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