martes, 19 de enero de 2010

Creo en la Iglesia a la que pertenezco




No me he equivocado en el título de esta reflexión que he titulado "Creo en la Iglesia a la que pertenezco".

Porque eso es lo que efectivamente digo, y eso es también lo que siento de corazón:
Creo en la Iglesia de la que formo parte, como creyente y, por la misericordia de Dios, como hija suya.

Creo en la Iglesia de la que formamos parte pecadores , y que afortunadamente también tiene en su seno y en su larga historia, a muchas personas que la hacen más brillante y más atractiva por su santidad.

Creo en la Iglesia que Jesucristo instituyó para que, formada por hombres y no por ángeles, fuera el hogar de los que necesitamos perdón, alegría, esperanza y consuelo.
Y no los necesitamos porque somos mejores ni peores que los demás seres humanos que ni conocen esta Iglesia, ni la quieren, ni la necesitan.
Ni tampoco necesitamos este hogar porque nuestra fidelidad de creyentes lo merece.
Lo necesitamos porque el seguimiento de Jesucristo, sólo mirado desde la fe que hemos recibido, y desde la reflexión hecha sobre su vida, su doctrina, su ejemplo de fidelidad a Dios y de amor a los hombres, nos ha conducido e impulsado a descubrir que sólo en esta Iglesia (en ésta, y no en otra formada por ángeles, o por superhombres, o por santos intocables), podemos disfrutar de la presencia viva y vivificadora de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.

Miles de millones la han querido y la queremos.

Creo en la Iglesia, querida y amada por millones de creyentes que, a lo largo de estos ventiun siglos de historia la han disfrutado como Madre de la que han recibido vida, ilusión, esperanza y seguridad en su fe religiosa.

Y creo en la Iglesia, no porque todos los creyentes que la formamos seamos santos e irreprochables, intachables en nuestro comportamiento y en nuestra fidelidad. Por el contrario, creo en la Iglesia porque es la única capaz de ofrecer el verdadero perdón de Dios a todos los pecadores que lo necesitamos y lo buscamos hambrientos de la ternura y de la misericordia de Dios Padre.

Tampoco creo en la Iglesia porque todos sus dirigentes , Papas, Obispos, Sacerdotes, hayan sido o sean actualmente santos.
Sé que muchos ni lo han sido ni ahora lo son. Porque son hombres como los demás, y como los demás también son capaces de los más grandes errores y de los más grandes horrores.

La santidad está, sobre todo, en su Fuente: Jesucristo vivo que la alimenta y la acompaña.

Ni creo en la Iglesia porque en ella haya colectivos de miembros que, consagrados oficialmente a Dios e intentando profesar los compromisos de obediencia, de pobreza y de castidad, (religiosas y religiosos de las más variadas familias y carismas ), sean modelos de fidelidad, de coherencia, de integridad en su vida y en el ejercicio de sus ministerios.
No. Sé que esto no es ni real, ni quizá sea realmente posible.
Porque en la Iglesia en la que creo, sólo Jesucristo, su fundador, y la Santísima Virgen Madre y primera creyente, son su modelo ideal y real, han sido los intachables.
Todos los demás somos capaces de todas las oscuridades y de todos los brillos.
Todo depende de que nos pongamos a la luz de Jesucristo, o nos escondamos en las tinieblas de nuestros egoísmos.
Y creo en la Iglesia contra la que, en los primeros siglos de su historia, se encarnizaron las más sangrientas persecuciones, que produjeron miles y miles de mártires, que a pesar de sus limitaciones prefirieron morir antes que negar la fe en su Señor y Salvador, Jesucristo, Hijo de Dios.

Pero aún no se han acabado las persecuciones. los cristianos estamos cada vez más perseguidos y mas acorralados en este tiempo de supuesta libertad en que vivimos.

Y creo en la Iglesia, contra la que también en nuestro tiempo, en este siglo XXI, siglo de mártires cristianos, mártires por su fe, no por sus ideas políticas o por sus inquietudes sociales, siguen despertando las calumnias, las injustas generalizaciones de los pecados y de las miserias de algunos de sus miembros más o menos cualificados, y porqué ocultarlo, las miserias morales de los que, también desde dentro, deforman su rostro de Madre y la ponen en el peligro de que los de fuera puedan verlos escandalizados.

Pero la Iglesia a la que pertenezco, es capaz de resistir las calumnias, capaz de levantarse y de crecerse en las humillaciones, "santa y al mismo tiempo necesitada de purificación" (como es calificada por el Concilio Vaticano II), nunca del todo comprendida por sus miembros, que somos sus hijos, cada día más gozosos de quererla como Madre, y, en algunos lugares, descaradamente rechazada por sus enemigos, ésta es la Iglesia que amo, la Iglesia en la que creo, la Iglesia que asegura al mundo, (al mundo que la respeta y al mundo que la ataca con violencia), que en sus miembros (a pesar de sus traiciones e infidelidades), y en sus enseñanzas y en sus Sacramentos, es el mismo Jesucristo, único Salvador del mundo, quien actúa, quien santifica y quien salva.
Y al final, hasta sus enemigos podrán ser salvados gracias a Ella, ¡La Iglesia en la que creo y a la que amo como creyente y como bautizada!

Ciao.

2 comentarios:

Angelo dijo...

La Santidad de la Iglesia le viene por su fundador. Yo también creo en la Iglesia a la que con orgullo pertenezco

lojeda dijo...

Estamos de acuerdo, amigo, y no solo Creo sino que estoy orgullosa de Ella.
Un besote