sábado, 27 de marzo de 2010

Tres miradas de la Semana Santa



Estos días nos asomamos a la Pasión, Muerte y Vida de Jesús que se entrega, al abandono, al miedo, a la confianza…
Nos asomamos a lo más profundo del ser humano, capaz de lo mejor y de lo peor, y a la ternura de Dios, capaz de un amor que se vacía de sí para llenarse del otro.
Y con Él, están también nuestros dolores y nuestras esperanzas, nuestra soledad, y la de las personas que nos acompañan y a quienes acompañamos…
La coherencia y el desaliento, la fortaleza y la debilidad entrelazadas en cada uno de nosotros y en cada momento de nuestra vida.
El abandono y el encuentro. Mirados por Dios. Mirados con la compasión de Dios… Mirados por el gran Amor de Dios...

En la Pasión lo superfluo desaparece. Lo artificial no existe. El ruido se acalla y se concentra la atención en lo esencial: El servicio como tarea y como único fin de Su vida y de nuestra vida; el amor como motivo; el odio como causante del mal; el perdón como respuesta; la soledad, no siempre manifiesta, del justo; el coraje y el temor de sus seguidores.
Se desvanece lo que distrae nuestras miradas, y la atención se centra en el corazón del Evangelio: Un Dios que nos ama con locura, tal y como somos y que nos muestra un único camino. Vivir dándolo todo por amor.

No hay nada más engañoso que ver las cosas desde lejos, desde arriba, sin implicarnos. Pero Jesús se acerca a los “infiernos” de este mundo. Se agacha, para llegar allá abajo, adonde están quienes no tienen quién los levante.
Jesús aprende a ver con los ojos heridos del inocente golpeado; con los ojos suplicantes del hombre abandonado; con los ojos serenos del justo que obra en conciencia.
Jesús ve con los ojos cansados de quien pone todo en juego; con los ojos húmedos de quien llora los llantos de este mundo.
La mirada cercana nos transforma de espectadores en protagonistas de una historia eterna. La historia de quienes viven tratando de construir el Reino.

¿Estamos alegres?, ¡Sí! Porque al final la palabra es de vida y de esperanza.
Y las sombras se alejan y permiten vislumbrar la gloria de Dios, la gran fiesta del hombre, que hace que podamos ver un mundo sanado, aunque a veces no nos lo parezca.
Porque la palabra definitiva de Dios es un canto de amor. Y su caricia sana las heridas. Y el mal no vence. Alegres porque el caído encontrará la Fuerza para levantarse de su derrota.
Porque el verdugo callará, confundido (o tal vez convertido).
Alegres porque Dios y el prójimo llenan la soledad, dan sentido a nuestra vida y convierten en un canto, que ahogan el silencio que nos estaba invadiendo.

Ciao.

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