
No creamos que sólo cuando somos niños podemos tener consuelo de unos brazos que nos acunen cuando nos sentimos tristes o tenemos miedo, pero esos brazos, aún siendo adultos, se extienden para sostenernos y arrularnos en los peores momentos.
Para un niño no hay consuelo mayor que los brazos de sus padres. Cada vez que algo no les va bien, acuden a los brazos de sus padres, para notar su protección.
Parecería ser que aupar al niño y abrazarlo es el acto mágico que todo lo cura. Casi al instante, desaparecen el dolor, la angustia, el miedo y si no se van del todo, se suavizan al menos y mucho.
Este es alguno de los muchos beneficios de ser niño, ante una dificultad en la vida.
El consuelo llega rápido, y nuestros brazos de padres, siempre están extendidos y dispuestos a hacerles ese “upa” mágico que todo lo cura.
No hay dolor para un niño que no se calme estando en brazos de sus padres.
¿Pero qué ocurre con nosotros cuando cuando crecemos?
Cuando somos adultos todo cambia. No es que cuando tengamos dolor, pena, miedo, no encontremos el consuelo. No, no es así, porque siempre encontramos en alguien cercano, esa mano que nos levanta, pero no nos arrulla ni nos aupa, como cuando éramos pequeños.
Y claro, es que ya “estamos grandes para eso”.
Nuestros cuerpos pesan mucho y los que nos rodean, ya no tienen la fuerza suficiente, para levantarnos como cuando éramos pequeños.
Pero el hecho de crecer y convertirnos en adultos no nos exime de los dolores, angustias y miedos, muy por el contrario con los años se van acrecentando ante las inseguridades y los miedos que nos da la edad.
¿Qué hacemos entonces cuando nos sentimos mal, tristes, angustiados o temerosos?
Cuando realmente el dolor o el miedo es grande, y la verdad es que no sé por qué razón, nos sentimos más pequeños, más chiquitos, muy chiquitos e indefensos ante el peligro que asecha, sea una enfermedad, la muerte, la falta de amor, el abandono, etc.
Es como si ante las situaciones límites nuestro cuerpo se mantuviera intacto por fuera, pero nuestro corazón se hiciera pequeño y pidiera a gritos que nos alcen y nos aupen. En el dolor más profundo cunado nos sentimos indefensos e insignificantes ante los demás.
En esos momentos, siempre hay alguien o algo que nos consuela, familia, hermanos, amigos, abrazos, manos apretadas, caricias... y no es que todo esto no sirva, todo lo contrario, pero aún así, uno está solo en su dolor y en apariencia nadie “nos alza en sus brazos”.
El grito ahogado del corazón chiquito y pequeño, sufriente y abatido se hace sentir con una fuerza inaudible, y que sólo Dios puede percibir.
Es allí, en el peor de los momentos, en que sí nos abrazan y aupan. Si nos abandonamos (en el mejor de los sentidos) en Dios, si dejamos que Él nos acompañe y le contamos nuestras angustias, miedos o dolores con humildad, con la sencillez y la inocencia de la niñez, Dios, nuestro Padre, nos aupará y nos levantará hacia su regazo.
Grandes como somos, pesados, arrugados, no importa... Él rescata a sus hijos. Sabe que sus brazos son el mejor de los consuelos para nosotros y nos alza, y en esa dimensión y a pesar del dolor, llega la paz, la confianza absoluta de que todo está en sus buenas y poderosas manos.
Allí y sólo allí nace la paz. En sus brazos, todo se siente mejor, el miedo se suaviza, el dolor mengua, la esperanza crece y la confianza nos domina.
Como antes, como cuando éramos niños, y nuestros padres nos abrazaban, Papá Dios nos está consolando y nos está alzando en brazos.
Sólo se trata de confiar, de tener fe, de amar a Dios como lo que es, nuestro Padre, y pedirle humildemente ayuda, descargar en Él nuestro pesar, y pedirle en el más amoroso de los sentidos que nos alce y nos abrace.
Sentiremos como sus brazos nos toman y consuelan, como lo que parecía insostenible se puede tolerar, como se puede mantener la calma en medio del dolor y ¿Por qué no?, esbozar una pequeñita sonrisa, como ésas que hacen los niños cuando están en el lugar donde se sienten más seguros, los brazos de sus papás.
Dejémonos alzar por ese Dios papá que nunca abandona a sus hijos y que tiene, no sólo en su regazo, sino en todo su Espíritu, el amor más grande para ofrecernos y darnos.
Ciao.
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