Dichoso tú si llegas a contraer la enfermedad de Jesucristo, pues ya no podrás volver a sanar pero lograremos la vida verdadera.
Tu fe está seriamente puesta en tela de juicio al contacto de la mayoría de los no creyentes que te rodean.
Te dicen que es el producto de una civilización sacral superada o el fruto de una sociedad económica que ha inventado a Dios para adormecer la protesta de los pobres.
Y si acudes a consultar a las ciencias humanas, la respuesta es todavía más dolorosa. Descubres que efectivamente tu fe está gravada por muchos determinismos, empezando por un infantilismo y una necesidad de seguridad que no has liquidado todavía, o por miedo, o por un deseo de escapar de tu soledad.
Algunos días, te preguntas si no has edificado tu vida sobre un sueño idealista y si no pierdes el tiempo orando y viviendo para los demás.
Esta tentación es tanto más punzante por cuanto has puesto todas tus energías vitales en la persona de Jesús y en su Reino.
No rechaces ninguno de estos interrogantes, déjate poner en tela de juicio por los no creyentes y también por las interpretaciones que vienen de tu interior. Es bueno que participes incluso en tu carne de esta angustia de los hombres de cara a su destino.
Como Teresa de Lisieux, te sientas en la mesa de los pecadores y atraviesas el largo túnel de la oscuridad. No te hagas el listo con tus conocimientos religiosos y no te creas autorizado a hablar de Dios como si lo hubieses visto, y del cielo como si lo hubieses visitado.
En el fondo, tu fe se purifica de todos sus ídolos y de los falsos dioses que fabricas a lo largo de tu existencia para protegerte del verdadero Dios.
Alcanzas ese punto crítico en el que todas las razones para creer se convierten en razones para dudar. Entonces aparece en el corazón de tu noche, esa pequeña chispa que no ha dejado de iluminarte desde hace años.
Se da, en lo más profundo de tu ser, una convicción que nunca te ha abandonado, aunque sea frágil y como sostenida por un hilo. Por ella has renunciado a todo, has aceptado el conocer la pobreza y la soledad y has querido que toda tu existencia sea polarizada por ella.
Si profundizas un poco más, descubrirás que un día se te ha desvelado el rostro de Jesucristo, que te ha seducido y no te ha dado descanso hasta que has sacrificado todo por él.
Es muy cierto, que no le has visto con los ojos corporales y que su rostro permanece todavía velado, pero ha dejado su rostro en tu corazón, y sólo muchos años después lo reconoces hasta el punto de que tu vida no tendría sentido sin él.
Tú también puedes decir como Pablo: "Para mi la vida es Cristo" (Flp 1,21).
Sobre la pared de su celda, Teresa de Lisieux había escrito con un alfiler estas palabras: "Jesús es mi único amor". Y tú sabes muy bien que su encuentro con Cristo no era todos los días claro y luminoso.
Ahí es donde debes buscar la fuente de tu vocación a la oración, pues el misterio de un río, es siempre el misterio de su fuente.
Si, hay personas que tienen pasión por la oración, es misterioso, pero es así. Se sienten devorados por esta sed de orar y de encontrar a cualquier precio el rostro de Cristo. No son mejores que los demás, más aún, tienen una mayor conciencia de su pecado pero en el fondo de su miseria y de su pobreza, no pueden apartarse del rostro de gloria y de la persona de Jesucristo. Tienen prisa por pasar horas interminables y dichosas viviendo en la irradiación de esta presencia. Aún durante el sueño, esta ocupación fascinante sube a la superficie de su corazón. Como Carlos de Foucauld, sólo son felices cuando están en coloquio amigable con su muy querido hermano y Señor Jesús.
Dichoso tú si posees una gracia así. Ya no curarás nunca si te ha alcanzado la enfermedad de Jesucristo. Pero sábete que llevas un secreto que debe brillar hasta los confines del universo,
Puedes estar hundido en el corazón del mundo y no tener ningún medio de gritar a tus hermanos que te quema el rostro de Cristo, pero tu fe alcanza los confines de la tierra.
No te enorgullezcas de ello, es un don gratuito de Dios. Entonces, de día o de noche, en las angustias del desierto o en las alegrías de la amistad, sólo o entre tus hermanos, atento o distraído, te sentirás atraído por esta misteriosa presencia del rostro de Cristo.
El corazón de Jesús no dejará de ejercer sobre ti una irresistible atracción y ya no podrás olvidarte jamás de Jesucristo.
Jean Lafrance
Ciao.
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