“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (Mateo, 22,37).
La discusión sobre cuál era el primero de los muchos mandamientos de las Escrituras fue un tema clásico de las escuelas rabínicas en los tiempos de Jesús. Considerado un maestro, él no elude la pregunta que le plantean en ese sentido: “¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley?”.
Jesús responde de manera original, relacionando el amor a Dios con el amor al prójimo. Sus discípulos no podrán nunca separar estos dos amores, así como en un árbol no pueden separarse las raíces de la copa. Cuanto más aman a Dios, más se intensifica el amor hacia los hermanos y las hermanas; y cuanto más aman a los hermanos y a las hermanas, más profundizan el amor a Dios.
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”.
Como nadie, Jesús sabe quién es realmente ese Dios que tenemos que amar y sabe también cómo debe ser amado: es su Padre y nuestro Padre, su Dios y nuestro Dios (cf Jn 20, 17). Se trata de un Dios que ama a cada uno personalmente: me ama, te ama. Es mi Dios y tu Dios (“Amarás al Señor, tu Dios”).
Nosotros podemos amarlo porque Él nos amó primero. El amor que nos pide es, entonces, una respuesta al Amor. Podemos dirigirnos a Él con la misma naturalidad y confianza que tenía Jesús cuando lo llamaba Abbá, Padre. También nosotros, como Jesús, podemos hablar a menudo con Él y presentarle todas nuestras necesidades, propósitos, proyectos, volviéndole a declarar nuestro amor exclusivo. También nosotros queremos esperar con impaciencia que llegue el momento de ponernos en contacto profundo con Él mediante la oración, que es diálogo, comunión, intensa relación de amistad. En esos momentos podemos manifestar plenamente nuestro amor: adorarlo más allá de la creación, glorificar su presencia en el universo entero, alabarlo en lo profundo de nuestro corazón o frente a los sagrarios donde está vivo, y pensar en Él allí donde estamos, en el cuarto, en el trabajo, en la oficina, mientras estamos con otros...
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”.
Jesús nos enseña también otra manera de amar al Señor. Amar significa cumplir la voluntad del Padre, poniendo a disposición el espíritu, el corazón, las energías, la vida misma. Jesús se entregó por completo al proyecto de Dios. El Evangelio nos lo muestra siempre y completamente en presencia del Padre, en su seno (cf Jn 1, 18), ocupado sólo en decir lo que oyó de Él, por cumplir lo que le había pedido que hiciera. A nosotros nos pide lo mismo: amar significa hacer la voluntad del Amado, sin medias tintas, con todo nuestro ser: “con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu”. Porque el amor no es sólo un sentimiento. “¿Por qué ustedes me llaman ‘Señor, Señor’ y no hacen lo que les digo?” (Lc 6, 46), dice Jesús a quienes aman sólo de palabra.
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”.
¿Cómo vivir este mandamiento de Jesús? Estableciendo con Dios una relación filial y de amistad, pero sobre todo haciendo lo que quiere. Nuestra actitud frente a Dios, como hizo Jesús, consiste en estar frente al Padre, en escucha, en obediencia, para cumplir su obra, sólo ella y nada más.
Se nos pide la mayor radicalidad, porque a Dios no se le puede dar menos que todo: todo el corazón, toda el alma, toda la mente. Lo que significa realizar bien, y por completo, la acción que nos pide.
Para vivir su voluntad y adaptarse a ella, a menudo será necesario sacrificar la propia, todo lo que ocupa nuestro corazón o nuestra mente, lo que no tiene que ver con el presente. Puede ser una idea, un sentimiento, un pensamiento, un deseo, un recuerdo, algo, una persona...
Así podremos estar plenamente presentes en lo que se nos pide en cada momento. Hablar, escuchar, ayudar, estudiar, rezar, comer, dormir, vivir su voluntad sin divagar; realizar acciones plenas, acabadas, perfectas, con todo el corazón, el alma y la mente. Tener el amor como una motivación de cada acción, tanto como para decir en cada momento del día: “Sí, Dios mío, en este momento, en esta acción, te he amado con todo el corazón, con todo mi ser”. Así podremos afirmar que realmente amamos a Dios, que respondemos a su ser Amor para con nosotros.
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”.
Para vivir esta Palabra de Vida puede ser útil, cada tanto, preguntarnos si Dios está realmente en el primer lugar de nuestra alma.
Para concluir, ¿qué debemos hacer este mes? Elegir nuevamente a Dios como ideal único, como el todo de la vida, volviéndolo a poner en el primer lugar, viviendo con perfección su voluntad en el momento presente. Tenemos que poder decirle con sinceridad: “Mi Dios y mi todo”, “Te amo”, “Soy tuya”, “Eres Dios, eres mi Dios, ¡nuestro Dios de amor infinito!”.
Chiara Lubich
Ciao.
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