viernes, 25 de enero de 2013

Conversión de San Pablo


Como en otras ocasiones publico las reflexiones que me manda el sacerdote Javier Muñoz- Pellín, y que nos invita a entrar en nosotros mismos, para ver el grado de compromiso y de creencias que tenemos con la Fe que profesamos.
Hoy, nos muestra la conversión de San Pablo, dado que hoy celebramos este iimportante día para nosotros los cristianos.

Un personaje fundamental en la historia de la Iglesia primitiva es San Pablo Apóstol.
El 25 de enero la Iglesia Católica conmemora su conversión. Ocho días antes, el 18, comienza el Octavario de oración por la unidad de los cristianos.

En el camino hacia Damasco, a inicios de los años treinta, Saulo, según sus palabras, fue «alcanzado por Cristo Jesús» cambiando fundamentalmente toda su vida. Él habla no sólo de una visión, sino de una iluminación y sobre todo de una revelación y una vocación en el encuentro con el Resucitado.
De hecho, se definirá explícitamente «apóstol por vocación» como queriendo subrayar que su conversión no era el resultado de bonitos pensamientos, de reflexiones, sino el fruto de una intervención divina, de una gracia divina imprevisible.

A partir de entonces, todo lo que antes constituía para él un valor se convirtió paradójicamente, según sus palabras, en pérdida y basura. Y desde aquel momento puso todas sus energías al servicio exclusivo de Jesucristo y de su Evangelio. Su existencia se convertirá en la de un apóstol que quiere «hacerse todo para todos» sin reservas.

También en nuestra vida se puede dar un antes y un después marcados por un proceso –a veces muy breve, incluso instantáneo- de conversión.
La conversión implica dos dimensiones. 

En la primera, se conocen y reconocen a la luz de Cristo las culpas, y este reconocimiento se transforma en dolor y arrepentimiento, en deseo de volver a empezar. La Confesión sacramental da siempre mucha paz y colma con creces el propósito de la enmienda, el deseo de mejorar.

En el segundo paso se reconoce que este nuevo camino no puede venir de nosotros mismos. Hay que dejarse conquistar por Cristo. La conversión exige nuestro sí; mi caminar hacia tal unión, no es en última instancia una actividad mía, sino un don gratuito que yo he de acoger para hacer de la historia de mi vida, una historia de salvación.
San Pablo no dice: Me he convertido, sino he muerto al pecado, soy una criatura nueva. Para seguir este camino de fidelidad, puede resultar oportuno vivir lo que, desde siempre, se ha denominado Dirección Espiritual.

En realidad, la conversión de san Pablo fue un acontecimiento basado en su profunda humildad, la de quien se pone sin reservas al servicio de Cristo en favor de los demás. Pablo se dejó conquistar por el amor de Cristo.
Sólo en esta renuncia a nosotros mismos, en esta conformidad con Cristo podemos estar unidos también entre nosotros, podemos llegar a ser "uno" en Cristo.

La humildad del Apóstol no supone apocamiento ni renuncia a sus derechos civiles. “Cuando le tenían estirado con las correas, dijo Pablo al centurión que estaba allí:
- «¿Os está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberle juzgado?»
Al oír esto el centurión fue donde el tribuno y le dijo:
- «¿Qué vas a hacer? Este hombre es ciudadano romano.»
Acudió el tribuno y le preguntó:
- «Dime, ¿Eres ciudadano romano?»
- «Sí», respondió.
- «Yo, dijo el tribuno, conseguí esta ciudadanía por una fuerte suma.»
- «Pues yo, contestó Pablo, la tengo por nacimiento.»
Al momento se retiraron los que iban a darle tormento. El tribuno temió al darse cuenta que le había encadenado siendo ciudadano romano”.

La humildad, decía Santa Teresa, es andar en verdad; por eso son compatibles humildad y fortaleza, caridad y justicia. 

A la luz de la Palabra de Dios, emerge una verdad llena de esperanza: Dios promete a su pueblo una nueva unidad, que debe ser signo e instrumento de reconciliación y de paz también en el plano histórico, para todas las naciones.
La unidad que Dios otorga a sus hijos, y por la cual rezamos, es la comunión en sentido espiritual, en la fe y en la caridad; pero esta unidad en Cristo es fermento de fraternidad también en el plano social, en las relaciones entre las naciones y para toda la familia humana. Es la levadura del reino de Dios que hace fermentar toda la masa.

Donde las palabras humanas son impotentes, porque prevalecen la violencia y las tragedias, la fuerza de la Palabra de Dios actúa y nos repite que la paz es posible y que debemos ser instrumentos de reconciliación y de paz.

En esta fiesta, también podemos dirigir nuestro corazón hacia la que denominamos Tierra Santa.
Los cristianos que viven en ella, al igual que los peregrinos que la visitan, han de dar a todos el testimonio de que la diversidad de los ritos y de las tradiciones no constituye un obstáculo al respeto mutuo y a la caridad fraterna. En la legítima diversidad de las diferentes tradiciones debemos buscar la unidad en la fe, en nuestro "sí" fundamental a Cristo y a su única Iglesia. 
Así las diferencias ya no serán un obstáculo que nos separe, sino riqueza en la multiplicidad de las expresiones de la fe común.

"Que todos sean uno, para que el mundo crea". Confiando en la oración del Señor Jesucristo –escribe Benedicto XVI-, invoquemos con fe al Espíritu Santo para que siga iluminando y guiando nuestro camino.

Que el apóstol san Pablo, que tanto trabajó y sufrió por la unidad de judíos y gentiles, nos impulse y nos asista desde el cielo; y que la Santísima Virgen María, Madre de la unidad de la Iglesia, nos acompañe y nos proteja. 

 Padre Javier Muñoz-Pellín

Ciao.


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