lunes, 20 de mayo de 2013
Cacharro inacabado
Hace ya mucho tiempo dejé de sentirme barro y empecé a sentirme una vasija casi terminada.
Al estar vacía, comencé a llenarme de orgullo y el orgullo comenzó a secar el agua que mantenía húmedo el barro con el que el mejor artesano del mundo me había formado.
Llevaba un tiempo colocada en un sitio un poco más alto que el resto de los cacharros del taller, aquello favorecía que me fuera secando más y más y a medida que lo hacía, yo me sentía mejor, distinta, más hermosa, sin percibir que cada día era más y más frágil.
Un día, alguien me golpeó y caí al suelo, me rompí en mil pedazos y fui consciente de mi inmensa fragilidad. Nunca vi romperse ninguno de los trozos de barro que conservaban la humedad, aquellos que con sólo tocarlos manchaban y a los que yo miraba con cierto desprecio.
El artesano, que amaba más mi barro que la forma que tenía, se agachó hasta el suelo y, de rodillas, recogió cada uno de mis pedazos, hasta el más diminuto. Durante muchos días los dejó sumergidos en agua para que recuperasen la humedad perdida, aquella que hacía que el barro adoptase con facilidad la forma que él deseaba.
Una mañana cogió aquella masa informe en que yo me había convertido y la puso en el torno y no le importó que sus manos se mancharan y se fundieran con el barro. Era difícil, mirándolo, saber dónde estaba el barro y dónde sus manos.
Tampoco le importó que la avidez de agua de aquel pedacito de barro resecara su piel y volví a sentir la caricia de sus manos, tan olvidada, tan querida...
Desde entonces, no quiero ser otra cosa que un pedazo de barro sin forma entre sus manos, deseo moverme al ritmo del torno al que su pie hace girar y no quiero colocarme nunca lejos de mis hermanos.
A menudo, coge otro u otros pedazos de barro y nos moldea juntos. Nosotros nos resistimos a perder nuestro color y nuestra textura original, diferente en cada pedazo. A veces, esa resistencia se manifiesta en pequeñas y duras esquirlas ocultas en nuestro interior que provocan heridas en sus manos y entonces, cuando su sangre se mezcla con el agua de nuestro barro, entonces desaparecen las diferencias, se unifica el color y la textura y nos fundimos juntos en un mismo abrazo entre sus manos.
Ya nadie sabe cuántos trozos de barro tiene la figura que va formando, ni tampoco qué forma le está dando, sólo nos invade el deseo de seguir sintiendo la caricia de sus manos y la confianza plena en su trabajo de artesano.
Un trocito de barro
Cipecar : EL DIOS DE CADA DÍA
Ciao.
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