miércoles, 1 de mayo de 2013

Los molestos carteles



Te prometen felicidades a cambio de dinero, te aseguran que encontrarás allí la libertad aunque al final te aburras y resulte que allá van todos en masa (aborregados) a hacer lo mismo.

Cuando bajo hacia mi trabajo en la Universidad siempre me llama la atención lo mismo: Existe una serie de caminos que exigen pasar bajo un puente, último límite entre el cemento de la ciudad y el verde promesa del Campus. En estos lugares (ya sea el muy urbano de la bajada de Esquiroz, ya sea el de Fuente del Hierro, feo, con aire de autopista sin abolengo) cuando empieza el curso comienza la aparición de los carteles.

Algunos están bien: Te prometen un piso, en zona magnífica, y muy barato, y con individual y con baño y no se lo cree nadie porque si fuera bueno a estas horas ya estaría alquilado. Otros son más infantiles, y así grupos políticos de dudosa solvencia ofrecen sus servicios que nadie quiere dando igual cuál de los dos extremos del espectro social ocupen, que a fin de cuentas son lo mismo: nada dialogantes, despreciativos, cansadamente revolucionarios. De todos modos, en su ordinaria tontería, pueden llegar a resultar graciosos.

Sin embargo, hay un tipo de cartel que no deja nunca de irritarme. Puede ser amarillo y rojo con una JotaBé como lema, o bien te anuncia algo tan hortera como DJ Manuel, como si ese pobre chaval además de tener que escuchar música ruidosa y enlatada tuviera la obligación de llamarse en inglés; otros te venden felicidad de Cenicienta, porque se trata de una gala, es decir, de un evento social en el que el puntillo se coge vestido de corbata y ellas de largo (¿o más bien corto?) y como muy pintadas.
Y te prometen felicidades a cambio de dinero, te aseguran que encontrarás allí la libertad aunque al final te aburras y resulte que allá van todos en masa (aborregados) a hacer lo mismo, en un lugar en el que lo único que no podrás lograr será cantar bajito una canción en el oído de la persona a la que quieres.

Me molestan los carteles que manipulan a la gente, que manchan las paredes de mi ciudad, que me intentan convencer de que para ser feliz tengo que renunciar a ser yo mismo, y convertirme en un imbécil.

Javier Aranguren 
En "Lo que pesa el humo", 
Ediciones Rialp, Madrid 2001. 

Ciao.

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