martes, 30 de abril de 2013
El nuevo individualismo
Los adultos suelen denunciar que un amplio sector de los jóvenes viven hoy sólo para la satisfacción inmediata de sus deseos. Sólo les interesa el disfrute de lo instantáneo, lo que ocurre en cada instante, de lo que sólo dura un momento. De ese modo reducen la temporalidad al tiempo presente, a lo fugaz, a lo que dura apenas un relámpago en el cielo: el pasado ya no existe; el futuro todavía no es.
Indudablemente se trata de un fenómeno bien comprobado, hasta en el propio cine. Pero, los adultos ¿Podemos quedarnos tranquilos, culpando a los jóvenes de esa conducta?
Algunos autores sostienen que en la sociedad actual tiene mucho peso la ideología o la cultura de la presencia. Así, el “presentismo” significa valorar únicamente la vida del tiempo presente y, por lo mismo, excluye de ella todo lo que no es actual. En algunos casos llega a ser intolerante con la tradición y hacia la futurización.
Un filósofo joven, Daniel Innerarity, lo ha descrito así: “Hay en nuestra civilización una ocupación completa con el tiempo presente, un instantaneísmo huérfano de memoria y de proyecto. Una detención del presente fijado en sí mismo desencadena el miedo, que es propio de toda carencia de memoria y previsión. De ese presente desmemoriado se apodera un miedo difuso, pues no recuerda nada similar ni ha previsto cómo afrontar lo imprevisible. El miedo es la sensación habitual de quien no tiene experimentos ni confianza; es decir, pasado y futuro”.
Para ellos, hay rumor de fantasmas a su alrededor.
Estos jóvenes que reducen la poliédrica y rica temporalidad sólo al presente, reducen –a su vez—el presente al presente placentero.
Eso muestra que han nacido y crecido en la civilización del placer. “Viven en una sociedad en la que el placer sensible es considerado como el bien supremo de la vida”, según Gerardo Castillo. Y, por lo mismo, el dolor es el mayor de los males: algo que hay que evitar como sea. Y todo lo que exija esfuerzo debe ser eliminado, como ahora sucede con la reválida del bachillerato que se anuncia.
Aunque todo lo que tiene algún valor ha supuesto antes y durante un esfuerzo para alcanzarlo, lo que hace valorarlo más. Ser notario o ingeniero aeronáutico no está al alcance de cualquiera. De otra manera, todos tendríamos la misma titulación.
Una persona que rige su vida sólo por el deseo, atenta seriamente contra su forma de entender y de vivir la libertad. Es una persona que no es libre, porque no elige; simplemente se deja llevar, como las veletas, por el viento que sopla, venga de donde venga.
En el mejor de los casos es víctima de una deformación de la libertad, porque no tiene ninguna restricción. Allan Bloom considera en ella varias consecuencias preocupantes: “La pérdida de todo sentido de que yo deba dar cuenta a alguien de lo que hago, o de que yo deba sentirme vinculado esencialmente hacia ese alguien.
La gente joven de hoy tiene miedo a estar comprometida”. Y menos a compromisos que alcancen toda la vida, que son los que construyen personalidades fuertes y coherentes, que edifican los sillares de una biografía que realmente valga la pena ser vivida.
Pero no. Ahora, el verdadero estilo de vida consistiría en elegir lo que más me apetezca en cada momento, pero sin que eso tenga consecuencias: se abdica de la responsabilidad por los propios actos. Eso es lo que afirma un reciente estudio de la sociedad americana, país incubadora donde nacen todos los estilos de vida. Este último es “la moral de la tolerancia”.
El ‘life-style’ justifica cualquier modo de vida. “Proporciona una garantía moral a la gente para vivir exactamente como quieren. (..) Esta moral establece que cualquier cosa que yo haga es buena, porque yo la quiero. Lo que le da garantía de bondad es que emana de mi deseo”. Sólo por eso queda justificada en sí misma, sin que sea necesario un contraste con alguna norma moral. “Precisamente la norma moral que hay que respetar es la espontaneidad de mi deseo, que pueda fluir sin trabas ni imposiciones. La norma es la ausencia de toda norma”, como lo explica el filósofo Ricardo Yepes.
El problema no es que haya tantas “morales” entre comillas como individuos, sino que cada uno de ellos no vive en una isla desierta. El hecho de que estamos rodeados de “morales individuales” por todas partes, hace muy fácil el choque entre cada una de ellas y muchas de las otras.
Lo normal es que acabemos a tiros, si se llega a aplicar hasta su límite esta moral de la tolerancia. En ella sólo cabe el interés hacia uno mismo: cada uno a lo suyo. El interés desinteresado hacia otras personas sería incompatible, muchas veces –o casi todas—con la satisfacción del propio deseo.
Estamos ante una nueva forma de individualismo, que dificulta seriamente la elaboración de un proyecto personal comprometido y solidario. Precisamente por exceso de intolerancia, de libertad irresponsable. Y, además, en la era de la globalización.
Luis Olivera
Ciao.
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