lunes, 23 de noviembre de 2015

Los valores se traen de casa


La preocupación por la crisis de valores en nuestra sociedad es algo ampliamente compartido. Existe, en efecto, un deseo común de que los comportamientos éticos marquen nuestras relaciones en todos los ámbitos: en la política, en la economía, en las relaciones vecinales, en el trabajo, en la escuela, en los medios de comunicación, en las relaciones comerciales, en la atención de los más débiles y vulnerables de nuestra sociedad…

El desarrollo humano y social resulta muy difícil sin valores y sin los comportamientos concretos y personales a través de los cuales se expresan. Lo hemos visto a propósito de la brutal crisis económica y financiera, de la que apenas estamos saliendo. Leyes, reglamentos, jueces, policías, controles… pueden ser un remedio excepcional, pero todos sabemos por experiencia que la mejor forma de ordenar nuestra convivencia y buscar el Bien Común es a través de la generalización de los comportamientos justos, sinceros, honestos, respetuosos, generosos, responsables… libremente asumidos por cada uno de nosotros. Es decir, a través de eso que llamamos virtudes. Sin ellas es casi imposible vivir desde la confianza como principal motor social.

¿Cómo promover entonces esos valores en los que todos estamos interesados?

Sobre este reto, que a todos afecta, hay una experiencia que quiero compartir aquí porque me parece que es válida para otras muchas realidades.

Los valores en el mundo de la empresa

Profesionalmente me dedico al mundo de la formación y la consultoría para empresas en temas relacionados con la gestión de personas. Y compruebo que este tema de los valores y cómo desarrollarlos es hoy una cuestión recurrente, en la que las empresas se juegan mucho. Los valores son indispensables no solo para evitar la corrupción y el fraude, sino también para cuestiones tan decisivas en el día a día como atender bien a los clientes, trabajar eficazmente en equipo o conseguir compromiso y motivación de la plantilla con los objetivos empresariales.

Cuando trabajamos este tema en las empresas en talleres o grupos abiertos de discusión, rara es la vez que no se llega entre todos a la conclusión de que en realidad poco puede hacer la empresa para promover valores entre sus profesionales si éstos no “los traen de casa”. O dicho de otra forma: “si esos valores no les han sido inculcados en su familia”. Así, literalmente.

Me parece que esta experiencia, repetida una y otra vez, apunta la verdadera solución a la actual crisis de valores: el ámbito natural y primario para la transmisión de valores es la familia.

La familia, primera educadora

Que la familia es la principal y primera escuela de valores y virtudes no es una teoría; es la experiencia vital de cada uno de nosotros, aunque en algunos casos lo haya sido en sentido negativo.

No me detengo ahora en las conocidas razones por las que es así. Baste recordar que se resumen en una palabra: amor. Prefiero ahora apuntar algunas consecuencias prácticas de la aceptación de esa realidad, coincidente -como antes decía- con nuestra experiencia personal:

1. La familia y el desarrollo de su función educadora es, ante todo, un compromiso personal. De los padres especialmente, pero también de los hijos, los hermanos entre sí, los abuelos, los tíos… Sin ese compromiso personal, sobra todo lo demás. Y aquí cada uno de nosotros puede hacer su propio examen de conciencia sobre cómo está contribuyendo –desde el rol que le corresponda- a la misión educadora de su propia familia, algo de tanta trascendencia humana y social.

2. La educación moral no se consigue solamente con las normas y con la corrección de comportamientos inadecuados, aunque una y otra sean necesarias e importantes en algunas etapas del desarrollo de la persona. La educación en los valores y las virtudes es, principalmente, cuestión de ejemplo y de vivencia cotidiana, creando un “ecosistema” que estimule lo mejor de cada uno de los miembros de la familia en el ámbito moral. La generosidad se educa experimentando la generosidad y la íntima alegría que nos reporta, incluso en los detalles más nimios. El respeto se aprende verificando, en el día a día, el valor singular, único e irrepetible de cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios.

3. Un aspecto de la educación moral, especialmente necesario en estos tiempos de fuerte relativismo, es la educación en nuestros hijos de la conciencia como lugar íntimo de escucha de la verdad y el bien. Primero, enseñándoles su sacralidad y la importancia de conducirnos libremente, bajo cualquier circunstancia, conforme a ella. Segundo, ayudándoles a formarla rectamente, a partir de la búsqueda sincera de la verdad en todas sus dimensiones, incluida la de la trascendencia, superando la actual presión ambiental a favor del subjetivismo moral y del positivismo jurídico.

4. La responsabilidad educadora de la familia debe ser respetada por otras instancias que coparticipan en la educación de los hijos y, de manera especial, por la escuela y el Estado. Nadie puede suplantar a los padres en el ejercicio de su derecho/deber de educar moralmente a sus hijos. Por eso, no es admisible la obligatoriedad, hoy tan en auge, de asignaturas y programas de educación cívica, educación afectivo-sexual e incluso asignaturas de carácter científico, con una fuerte impronta moral incompatible con las convicciones de muchos padres. También son contrarias a la responsabilidad de los padres en la educación de sus hijos las restricciones en la libre elección de centro educativo, las trabas a la educación religiosa en la escuela pública o la prohibición del “homeschooling”.

5. Para que la familia pueda ejercer plenamente su irreemplazable misión en la educación moral de las personas, la institución familiar debe ser adecuadamente protegida por las leyes y las políticas públicas. Respetando el principio de subsidiariedad, sin estatismos invasivos, pero con medidas reales y eficaces. Unas medidas públicas que deben empezar por algo tan básico como es el reconocimiento en las leyes de la identidad natural e inequívoca del matrimonio como unión de un hombre y una mujer, no equiparable a otras realidades por respetables que éstas puedan ser.

Un compromiso personal con la educación moral de nuestros hijos

En definitiva, el reconocimiento del decisivo papel de la familia en la educación moral de la persona, tiene, como apenas hemos esbozado, consecuencias prácticas de primer orden. Ciertamente, como le gustaba repetir a San Juan Pablo II, “el futuro de la sociedad se juega en la familia y el de la familia se halla indisolublemente unido al de la entera sociedad”. Por eso es vital que en nuestras familias nos comprometamos a fondo con la educación de los hijos. Y que la libertad educativa –tan amenazada hoy- sea defendida, sí, de manera vigorosa. Pero, sobre todo, que esa libertad educativa sea realmente ejercida. Ejercida de forma personal, amorosa, responsable, en beneficio de cada uno de los hijos que Dios nos ha encomendado y en beneficio del Bien Común.

Jaime Urcelay
(Artículo publicado en “El Internacional. Periódico Solidario”, Año 2015, nº 9)

Ciao.

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