miércoles, 19 de junio de 2019

Espiritualidad y subversión

 “La singularidad es subversiva”, decía Edmond Jabès. Recuerdo esas palabras cada vez que pienso en Teresa de Jesús. Nos han acostumbrado a verla como centinela de un cierto orden, pero basta abrir sus escritos y recordar el modo en que levantó sus fundaciones para reconocer en ella a una insurrecta.

Teresa, un cuerpo frágil y una voluntad férrea, es un personaje tan fascinante y complejo como el mundo en que vivió. La España del XVI fue rica en hombres y mujeres capaces de empresas que hoy nos producen vértigo.

Más en esa misma España se llamaba “perro” al converso, como lo era el abuelo de Teresa, y resultaba sospechosa una mujer que escribía -y más si escribía con la imaginación y la inteligencia de Teresa-.

Mujer contemplativa y mujer de acción, no hay en Teresa brecha entre la visionaria y la fundadora de monasterios.
En Teresa la oración es acción, y cada acto es un modo de orar. Ambos están atravesados por el amor. Y ese amor hace de Teresa una subversiva que desestabiliza espíritus, pone en crisis
instituciones y divide sociedades.

Teresa se nos aparece como personaje a contracorriente, intempestivo en su propio tiempo y en el nuestro. Por eso mismo es Teresa necesaria.
Su interés -¿hace falta decirlo?- no depende de la creencia. Como Francisco Brines sobre Juan de la Cruz, pienso sobre Teresa que un ateo, aunque no crea, en su mística, puede sentirse fascinado por el ser humano que se apoya en ella.
Y puede y debe sentirse interpelado por ese ser humano –al fin siempre será menos importante lo que nosotros podamos decir sobre Teresa que lo que Teresa puede decir sobre nosotros-.
En todo caso, para dejarse arrastrar hacia Teresa es suficiente leerla y advertir lo mucho que le debe nuestra lengua y, por tanto, lo mucho que le adeuda nuestra experiencia del mundo. Sólo nuestros mayores poetas han sometido a tan extrema tensión la lengua castellana, sólo ellos han abierto para nosotros territorios como los que conquistó aquella mujer dueña de una palabra igual de poderosa cuando pinta las criaturas celestiales que cuando habla de las gentes.
Ganar para el teatro esa palabra y el personaje que la acuñó fue mi primer objetivo en La lengua en pedazos.
Me propuse arraigar palabra y personaje en una situación ficticia pero verosímil en cuyo centro estuviese la grave decisión tomada por la todavía monja de la Encarnación de abrir, con gran riesgo para sí y para las que la seguían, el monasterio de San José: La primera de sus fundaciones.

Entonces apareció, en mi fantasía, el Inquisidor. Que fue creciendo hasta convertirse en el otro de Teresa, su doble: Aquel con quien ella estaba a destinada a encontrarse y a medirse. El Inquisidor acorrala a la monja con incómodas preguntas, la enfrenta a momentos de su vida que acaso ella
querría olvidar y prende en su corazón la duda, que, como todo en Teresa, es un incendio. Y poco a poco, en el diálogo entre ambos personajes va apareciendo un tercero: La lengua misma, que transforma vidas y hace y deshace mundos.
La pelea tiene lugar en la cocina del convento. Allí, entre pucheros, anda Dios.

Juan Mayorga

Ciao.




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