La experiencia plena de la vida resucitada nos hace sentir tan unidos interiormente a Dios que, hasta las mismas cosas creadas, se nos aparecen llenas de su amor y su gracia.
La contemplación silenciosa de las criaturas nos hace verlas revestidas de la misma luz del Resucitado. De tal manera, que no solamente en la vida futura sino en el tiempo presente, las podemos contemplar como reflejo de las delicias del Sol de Justicia que nos ha amanecido en el corazón.
En las palabras de Jesús, que conservamos dulcemente en el corazón, y en la misma medida en que nos vamos despojando del amor de todas ellas, las criaturas se nos ofrecen como un sacramento admirable del amor que Dios nos tiene. Nuestra unión más estrecha con Dios nos reconcilia con el mundo y nos hace amarlo sin ningún temor; porque sólo en Él las amamos y a todas ellas en Él. Así es como la voluntad que arde en el brasero del amor divino alcanza a amar con puridad todo lo creado.
También nuestra imaginación y nuestros sueños son alcanzados por la dulzura de la mirada resucitada y despierta. Nuestro deseo interior está colmado por las imágenes que se imprimen en él por la contemplación. El apetito interior está ocupado por el viento dulce e impetuoso de su visita, que nos invita graciosamente a ocuparnos en la suavidad de la presencia plena de Dios en la persona de Jesús. Nuestra alma la contempla atónita y se goza en entretenerse con su Persona, como a un niño que se le toma de la mano y se le acompaña en su feliz descubrimiento.
De este modo Dios toma al alma de su mano, le advierte, le aconseja, le habla, le acaricia, de una manera que sólo se puede comprender por la propia experiencia. Nos sentimos como niños felices y satisfechos al vernos de este modo queridos y cuidados por el mismo Dios, y no dejamos de participar en la dulzura de la conversación, en la alegría de quien se sabe querido apasionadamente y renovado simplemente por su contacto y cuidado amoroso.
Sólo en ese Dios que se esconde podemos dejar que se abisme nuestra alma y se aquieten nuestros sentidos, tanto interiores como exteriores. Sólo en esos espacios de gozo y de serenidad, de reposo total y de honda dulzura. Nos sentimos conducidos a ese lugar por una mirada simple y reconciliada, por una intención atenta y quieta. Esta mirada, que refleja la que él nos dirige, tan pura y tan simple, es la que da la luz y la gracia de su amor seguro. Entonces, y sólo entonces, sólo Dios basta.
Chema Montserrat
Ciao.
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