Esperar menos. Consentirse un día sí y otro también. Atreverse. Buscar refugio en el pequeño espacio de un abrazo para sentirnos más grandes.
Escapar de vez en cuando. Subirnos a ese tren que un día dimos por perdido. Descansar. Soñar con los ojos abiertos como si no hubiera mañana… Todas esas cosas que nos hacen sentir vivos no tienen precio y nos dan la felicidad.
Vivir no es lo mismo que sentirnos vivos. Sin embargo, no siempre es fácil llegar a estos estados casi perfectos donde todas nuestras fibras despiertan. Donde nuestros sentidos se afinan y por un instante, todo adquiere sentido, trascendencia y armonía. Resulta muy difícil sentirnos realmente vitales en un mundo donde se nos anima más bien a asumir una actitud pasiva y dependiente.
Nuestra realidad está orquestada por la presión casi continua de que nos falta algo. Gracias a ello nos convertimos en consumidores natos, en personas ávidas por poseer o conseguir cosas con las que llenar una eterna sensación de vacío. Porque siempre hay algo que anhelamos, algo que no tenemos… Cosas, dimensiones y estados que ansiamos disponer para sentirnos (supuestamente) realizados.
Somos como una pieza triangular intentando encajar en un puzzle de formas ovaladas. Nos centramos demasiado en nuestro entorno, queremos encajar en él sí o sí, olvidando que la felicidad parte de un lugar muy concreto. El mismo que sitúa justo bajo la propia piel: Nosotros mismos.
Chema Montserrat
Ciao.
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