Es muy probable que en alguna etapa de nuestra vida nos hayamos paralizado cuando “las cosas no son como deberían ser”. Dejando de lado que ese “ser como debería ser” la mayoría de las veces sólo responde a nuestra concepción parcial de la realidad. Es verdad que nuestra existencia y la del mundo que nos rodea siempre está persiguiendo la meta a la que está llamada. Caminamos hacia la plenitud porque obviamente, hay que ser muy ingenuos para pensar lo contrario, esto de aquí y ahora (da igual cuando lo leas) es bastante limitado.
Muchas veces andamos por ahí como jueces inflexibles de la realidad que nos rodea, normalmente para quejarnos de lo mal que está todo, como si nosotros no formáramos parte de ese todo que condenamos por no tener solución.
Esta no es la actitud cristiana frente al mundo. Y no porque lo diga nadie en particular más o menos cercano a mi cuerda ideológica, sino porque el Dios de Israel, del que Jesús es rostro y Palabra, revelado en la Escritura no es así. Aunque afectada por la caída, la creación es esencialmente buena. Así lo veía Dios cada vez que terminaba alguna criatura y ¡Cuánto más el ser humano! Cristo denuncia el mal salvando lo sano de cada persona a la que se acerca tendiendo la mano. No vino a condenar sino a salvar, recuperar, sanar… Su indignación surge frente a aquellos que, en nombre de ese mismo Dios, sólo condenan. Gente muy religiosa, pero sin esperanza.
No digo que no haya un bien verdadero y deseable, horizonte de nuestra marcha por la vida… Pero las parálisis más temibles surgen cuando no comprendemos que el primer paso para llegar a esa plenitud está en el bien posible, limitado, pero también verdadero.
Antonio Bohórquez, SJ
Ciao.
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